28. Lobos solitarios.

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Charlotte no era Nueva York. Pero seguía siendo una ciudad, y para la mayoría de los habitantes de Vincent y otros varios pueblos pequeños que le rodeaban, era el mejor lugar para pasar un viernes por la noche. 

Kurt pensó que si iba a reunirse con Eric, era mejor hacerlo escondidos a plena vista. Le había enviado las coordenadas exactas del lugar de encuentro: un punto bien adentrado del Rose Road Park. Público, pero solitario y con árboles suficientes para mantenerse disimuladamente escondidos. Sabía que su viejo amigo no llegaría hasta que el sol estuviera bien oculto, así que se apoyó contra el tronco de un árbol y se dedicó a observar el lago, pensando.

Era lo que había hecho toda la tarde. Pensar. Vagar por la ciudad, pero bien metido en su propia cabeza. Todas esas horas a solas le habían ofrecido tiempo para reflexionar sobre tantas cosas... y sin embargo, seguía en la misma exacta posición que esa mañana. Ninguna epifanía le había llegado. Ninguna determinante decisión había sido tomada. 

¿Por qué se había permitido a sí mismo acercarse tanto a Audrey Bouffard?

Tal vez esas no eran las palabras más adecuadas para formular esa pregunta, sin embargo.

No se había permitido a sí mismo nada. La parte racional de su cabeza no había tenido ni voz ni voto en el asunto. Había sido gobernado completamente por algo con lo que, desde hace muchos años, no había tenido que luchar.

Emociones.

Sentimientos.

Sensaciones asfixiantes con las que había estado en guerra desde el momento en que encontró a Audrey en su loft. 

Le gustaría poder reprenderse a sí mismo por ello; decirse que tuvo que haber tomado más precauciones desde el principio; que había sido un imbécil por creer que concentrarse en la obvia atracción física que sentía por ella sería suficiente para ignorar todo lo demás. Le gustaría poder culparse. Porque si tuviera un culpable, aunque fuera él mismo, podría identificar el error cometido y retomar el control de la situación para enmendarlo. 

Pero, una vez más... él no había tomado ninguna decisión a conciencia. No había decidido preocuparse por Audrey. No había decidido que su aroma dulce se convirtiera en su olor favorito. No había decidido que su corazón latiera más rápido cuando ella sonreía, o que se agitara en su pecho cuando la miraba a los ojos. No había decidido tampoco sentir esa sacudida interna que tenía cada vez que la tocaba, o esa opresión en el pecho que le impulsaba a hacer todo en su mano para arreglar las cosas cuando notaba que estaba preocupada, angustiada, molesta, o abatida.

Definitivamente no había decidido comenzar a soñar con ella todas las noches, y despertarse extendiendo la mano por las sábanas, buscándola a su lado. Cuando la realidad se colaba en la neblina de su sueño, el pánico le embargaba al darse cuenta de lo que estaba haciendo.

Lo único que realmente había sido una decisión consciente fue ofrecerse a entrenarla. Aunque, si era honesto consigo mismo, tampoco es que hubiera existido otra alternativa. Porque caminaría descalzo por el infierno antes de permitir que Audrey estuviera en peligro; cualquier clase de peligro. 

Así que, después de horas de reflexión, había deducido que el error cometido fue subestimar el efecto que tenía Audrey Bouffard sobre él. O sobreestimar el control que tenía él sobre sí mismo.

No es que importara ya, porque la conclusión resultante era la misma: estuvo condenado desde el momento en que la conoció. 

Ahora le tocaba decidir cómo iba a vivir con su condena. 

Evolution ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora