39. Wunderkind.

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– Estoy buscando a mi amiga. 

Los dos hombres detrás del mostrados levantaron la cabeza, reparando por primera vez en mi presencia.

Uno era joven, probablemente en sus tempranos veinte años. El otro era más bajo, más viejo, y su camiseta blanca tenía más lugares manchados de cerveza que limpios. Ninguno de los dos suponía una amenaza. Pero fue la mirada recelosa del segundo lo que me motivó a fijar mis ojos en él. 

Pareció intimidarle, porque se removió y apartó la mirada.

– ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? –preguntó el más joven. 

– Vino para acá hace poco. Rubia. No muy alta. –hice una pausa– No vino a comprar repuestos de coche.

Ambos compartieron una mirada rápida de reojo.

– A mí no me suena –dijo el mayor, y volvió a centrarse en remover papeles esparcidos por la mesa–. Te has equivocado, chico.

– Tal vez. –concedí– Puede que el mensaje que me ha enviado con su ubicación exacta en tiempo real sea un error de satélite. Y puede que el Audi que está estacionado afuera, con la misma matrícula, no sea de ella después de todo. Pero me inclino a pensar que no estoy equivocado.

Ambos me miraron. 

Y yo les miré a ellos. No sonreí. No reaccioné de ningún modo. Solo les miré.

El joven suspiró, sacó su celular, y me dio la espalda, alejándose hasta una puerta detrás del mostrador. La cruzó y desapareció. 

– Sígueme, chico. –dijo el mayor, saliendo del mostrador.

Le seguí, aunque me hubiera gustado quedarme unos segundos más en donde estaba, donde todavía podría captar las ondas de sonido del chico que estaba haciendo la llamada.

El taller estaba repleto de coches. Sin embargo, no había ni una persona trabajando en ellos. El hombre que me guiaba iba cabizbajo, pero podía verle observarme de reojo. Más concretamente, mis zapatos y mi reloj. 

Bien. Todo iría más fácil si pensaban que tenía dinero para gastar. 

Me condujo hacia un pequeño pasillo con tres puertas. Se detuvo frente a una, la abrió, y me indicó con la cabeza que pasara. 

Aparentando serenidad, entré. Por dentro, sin embargo, me encontraba alerta. Estaba preparado para cualquier posible movimiento extraño. Para cualquier cosa o persona que pensara en abalanzarse sobre mí. Estaba preparado para usar mi gen gamma en caso de necesitarlo; pero sabía que, a menos que hubiera más de dos personas entrenadas en esa habitación esperándome para darme una paliza, no iba a necesitar mi gen gamma para vencerlos.

El lugar no era más que cuatro paredes grises, sin ventanas, con solo un escritorio en el medio, y un par de sillas delante. Nada de eso fue lo que captó mi atención. Mis ojos quedaron inmediatamente centrados en el hombre detrás del escritorio. 

Fuerte, fue lo primero en lo que me fijé. El hombre era lo suficientemente fuerte como para tener que tomármelo en serio en un combate cuerpo a cuerpo. E incluso sentado, parecía alto. Sus dedos volaban por el teclado del ordenador, sus ojos, con rasgos asiáticos, no se despegaron de la pantalla. Y sin embargo supe, por su postura, por su mirada, por la tensión en sus hombros y por la manera en que no necesitaba levantar la cabeza para saber que había dos personas más en la habitación y que para él no suponía ninguna amenaza, que este no era un tipo cualquiera. Y a pesar de estar tras un escritorio, tampoco era un tipo de oficina. 

Evolution ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora