Era un hecho irrefutable, no una opinión popular, que Kurt Dötzell y la mayoría de las personas de su edad no entraban en un mismo saco.
En realidad, para todos los efectos prácticos y legales, Kurt Dötzell era un adulto hecho y derecho.
Era moralmente, intelectualmente, y económicamente independiente. También era maduro en maneras que muchas personas de cuarenta, cincuenta, sesenta, y cien años no siempre llegaban a serlo. El ejemplo más claro estribaba en que era completamente inmune a la opinión que tenían las demás personas sobre él.
Una bonita manera de decir que no le importaba una mierda, una mierda en lo absoluto, lo que nadie pensara o pudiera pensar de él, o lo que dijeran o no dijeran, a sus espaldas o en su cara. Y esta no era una característica personal adoptada durante su adolescencia con ningún propósito en particular. Era más bien una cualidad adherida, y en su propia opinión, bastante racional. Kurt sabía quién era, cómo era, y porqué estaba en donde estaba. El resto siempre era, con excepciones, insignificancias.
Esa seguridad era algo que le habían inculcado sus padres desde que tenía edad suficiente para recordarlo. Aunque ambos lo proyectaban de distinta manera: su padre, con una cara de póker profesional, jamás dejaba entrever lo que sentía, lo que creía, ni lo que pensaba; dado que el juicio de los demás resultaba irrelevante, se ahorraba la molestia de permitirles formar uno. Y su madre, todo lo contrario, había sido desvergonzadamente ella misma, siempre expresando todo lo que pasaba por su cabeza tanto con su cara, como con sus ojos, y con su voz, y a veces se ayudaba de sus manos y sus brazos al entonar, dependiendo de qué tan apasionada se sintiera por el tema en cuestión.
Kurt había heredado, o tal vez aprendido, una combinación bastante efectiva de ambos enfoques. No permitía que fuera su lenguaje corporal el que le delatara, pero cuando decidía pronunciarse, lo hacía sin pudor, sin vacilaciones ni titubeos. Era franco y directo.
Pero, y aunque sin duda una consecuencia, no era esa la razón principal de su madurez prematura. La verdad es que no le había quedado de otra que madurar temprano. La muerte de su madre desencadenó un suceso desafortunado de hechos que derivó en él mutando a portador gamma a la corta edad de doce años. A partir de entonces, La Unión Alfa había tomado completo control de su vida, de su educación y de su entrenamiento; lo que no es más que una manera decente de decir que, por cuatro años consecutivos, estuvo recluido en Höllingen, una isla privada en el mar Báltico, propiedad de La Unión.
Había odiado con pasión esos cuatro años, pero sería un idiota si no admitiera que había aprendido una infinidad de cosas. No solo en el ámbito intelectual (y había gozado de una amplia educación). Con tan solo dieciocho años, poseía un control perfecto sobre la reacción de su gen Gamma. Podría estar muriéndose, pero no reaccionaría si él así no lo quería.
También había llegado a conocerse muy bien a sí mismo, consecuencia de todo el tiempo que había tenido que pasar solo. Así era cómo había aprendido a escuchar y a confiar en su instinto. Porque la gran mayoría de las veces, resultaba acertado.
Y desde el instante mismo en que había conocido a Audrey Bouffard, su instinto parecía estar gritándole algo que todavía no podía descifrar.
Audrey Bouffard.
Era vergonzosa, la manera en que después de tantos años ejercitando un admirable control sobre todos los aspectos de su vida, aparecía una chica de diecisiete años y le jodía todo el sistema.
No era ajeno a la atención del sexo opuesto. Tampoco era inmune. Pero nada justificaba la manera tan pura, primitiva y desesperada en la que deseaba a Audrey Bouffard.
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Evolution ©
Teen FictionCOMPLETA. El plan era sencillo: mudarse a Vincent's Town, olvidarse de su ex, y disfrutar en lo posible de su último año de instituto antes de comenzar su verdadera vida en la universidad. Por supuesto, cuando elaboró su plan, Audrey Bouffard no tom...