Sabía que bailaba tangos con más de una lengua cada sábado noche, de noches en las que era común traficar con su cuerpo en dormitorios tan ajenos como los hombres que conquistaba. Su guiño de ojos, sus labios rojos, su pelo te hacía adicto al precipicio de unas piernas que se abrían no solo para pagar las facturas de la luz y del gas.
Entre tantos besos pagados, hombres casados y condones usados, se consumía el cigarrillo de después del polvo y se bebía una botella llena de remordimientos que la dejaban con la peor resaca que puedas imaginarte.
Faldas cortas, medias de rejilla y tacones de aguja que se clavaban en el suelo de la esquina en la que fantasía y realidad chocaban para convertirse en el polvo blanco que le daba alas.
Eran leyenda sus pestañas postizas y su pestañear te dejaba con la boca tan abierta como la cremallera de tu pantalón.
Ella era leyenda, un amor inventado que ningún Romeo podía pagar, porque aunque no saliera cara, corazones no quería.No creía en el amor, ya estaba hipotecada con el infierno, ya sabía que su destino era morir sola, y que el remedio no era dejar la esquina, sino la cocaína y demás vicios que prometían no dejarla vivir más primaveras.
Sus tacones se habían desgastado tanto como su tabique, tanto como el precio de sus caricias.
Y entre inflación y deflación suplicaba un último tiro más, que la rematara, pero esta vez con una bala. En su pecho. En mi pecho.