Capítulo 12: Para abrir la caja prohibida y desatar el caos

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Remojó su rostro varias veces hasta sentir que el ardor en sus ojos disminuía. Cubrir los espejos para escapar de la aterradora visión que era verse reflejada, dejó de ser un miedo constante en ella después de ingresar a la universidad. Descubrir que volvía a hacer lo mismo en un momento así la ponía nerviosa en el mismo nivel que aterrada.

¿Cuándo fue siquiera la última vez que lloró de esa forma? Y no hablaba de esas lágrimas de estúpida niña de quince años, no, quería recordar la última vez que realmente lloró. Había una sección en su memoria que trataba de decir a los nueve, pero la otra parte realmente gritaba los trece años, en su primera cita en forma con un doctor para atender sus heridas y la piel quemada. ¿Y era realmente esa? No. demasiado pronto, muy cerca para haber...

El accidente.

Claro, ahora recordaba la última vez.

Levantó el tapón del lavabo, usando las toallas de reserva en el baño para secarse, en la sala, esperando con una jarra llena de chocolate caliente (o mejor dicho espeso), Leila sonrió al verla salir. Un gesto tan simple, realmente sencillo y que fácil podría pasar desapercibido por muchos le entibió el corazón. Ya ni siquiera tenía ganas de resistirse, obedeció al impulso de sus piernas para ir a sentarse junto a ella, aceptó su taza de chocolate y saboreó con agradable sorpresa, la crema batida que llegó en acompañamiento.

—Creí que estaría dulce —Leila pareció pensarlo durante unos momentos, antes de responder.

—Al amo Jeremiah no le agradan los sabores dulces, y la receta del chocolate viene de su familia —observó a Mackenzie beber el chocolate, un sorbo tras otro, hasta que un poco del brillo y ánimo de la chica que tanto le gustó, volvió a ser parte de ella—. ¿Mejor?

—Bastante, gracias.

Leila atoró un riso rebelde detrás de su oreja, deteniéndose para frotar su oreja con mimo. Las respuestas a esas esporádicas muestras de atención, que comenzaban a volverse sus favoritas, eran sus favoritas. Sus mejillas se coloreaban, las pecas en su nariz parecían brillar como verdaderas estrellas, lo único que la retenía de inclinarse para besar cada una de esas pequeñas luces, era la tensión en sus hombros.

—¿Hay algo de lo que quieras hablar? —Mackenzie miró los rastros de crema batida en la taza, era como si quisiera leer hojas de té, solo que usaba manchas blancas para hacerlo.

Cuando aprendió el lenguaje de señas para comunicarse con su madre, los instructores siempre decían que era importante considerar la personalidad de alguien, porque el cuerpo hablaba más de lo que la voz podía, durante años tuvo miedo de moverse mucho cuando hablaba con su madre. Todo lo contrario a lo que sucedía con Leila. Al hablar con ella, fuera por medio de un monologo o una larga y silenciosa conversación, lo disfrutaba. El miedo de hacer algo que pudiera significarse algo distinto no existía.

—A decir verdad... sí —se preparó mentalmente para la conversación, mientras Leila volvía a llenar su taza con más chocolate y preparaba una para ella—. En realidad, sólo he hablado de esto una vez, a mi psiquiatra hace años, y jamás le dije la verdad, mentí porque no quería volver a hablar del tema.

Ahí está, el punto de no retorno.

—Mis padres murieron en un accidente de tren en el que estuvimos involucrados cuando era pequeña, murieron al instante y yo estuve hospitalizada por meses. Uhm..., no había nadie que pudiera hacerse cargo de mí, fue una entrada directa al sistema de adopción, creo que no pase mucho tiempo ahí antes de que me adoptaran —sí, ahora recordaba con claridad, cuando la dieron de alta del hospital fue la primera vez que realmente lloró—. No recuerdo bien cómo fue, pero pasé de vivir en un orfanato con otros niños igual de miserables que yo, a tener mi propia habitación y una enorme cama que solía usar como tienda de campaña.

La voz del SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora