Capítulo 10: En el que me das tranquilidad

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El amo Jeremiah siempre le decía que, si ella deseaba maquillarse y ponerse vestidos bonitos sin razón alguna, podía. No era necesario hacerlo cuando salían para sus reuniones o los eventos a los que otros amos y amas, los invitaban.

Su respuesta nunca cambiaba, aunque encontrara terapéutico sentarse durante horas frente al espejo, probando sombras, jugando con delineadores y descubriendo como lucían sus colores de labiales con el conjunto completo, se tomaba fotografías con tal de tener evidencia y juzgar si le agradaba el resultado o no, para desmaquillarse, limpiar su rostro y esperar unas horas más antes de volver a empezar.

De esa forma cuando eran invitados a una reunión, sabía exactamente como deseaba verse.

Muchos amos no permitían a sus sumisas resaltar de la forma en que Leila lo hacía, muchas sumisas, incluida su hermana, se mantenían silenciosas sin atraer la atención de otras personas. El señor le permitía esas pequeñas rebeliones por una simple razón, era obediente.

Los tres eran apenas unos niños cuando comprendió que Jeremiah sólo tendría ojos para Yelina. Ningún cambio harían las horas que ellos dos pasaran haciendo tarea o viendo televisión, en el momento que su hermana llegara a casa de sus clases de teatro, él dejaría de hacer lo que estuviera haciendo, para verla.

Quizá era por esa razón que maquillarse ese día se sintió distinto.

La bonita le mandó un mensaje temprano, después de haberle llamado y colgado al instante, para invitarla a "caminar". Fue el texto exacto.

Pensó, haciendo girar el delineador entre sus manos, lo complicado que fue para ella reunir el valor de invitarla a una cita sin nombrarla cita. Al tenerla bajo su merced, nada más ellas dos, la haría responder las preguntas que tenía rondando en su mente, la repentina, aunque maravillosa timidez, que mostraba al dirigirse a ella. Ese movimiento de ojos involuntario cada vez que Ryan hacía o decía algo.

Suspiró. Deseaba tener más tiempo para descubrirlo.

Revisó la hora al terminar su delineado, aún tenía media hora libre antes de que el secretario de Ryan, un tal James, fuera a recogerla y llevarla al hospital.

Hubiera preferido al pequeño y manipulable de Ryan, así sería más sencillo desviarse a una dulcería, o mejor aún, una pastelería para adquirir una caja de exquisitos macarrones; sería su regalo para esa bonita pelirroja.

Al bajar del departamento y cerrar, con el juego de llaves otorgado por Amera, se encontró no con un hombre entrado en los cincuenta, como asumió por el nombre, tampoco se trataba de un niño ingenuo que cayó presa del poder de Ryan, como había imaginado por su puesto de trabajo. Todo lo opuesto. El hombre de pie frente al convertible de Ryan parecía realmente cercano a la edad del antiguo sumiso de su señor.

—¡Señorita Deligiannis! —saludó con educación.

Entonces notó los audífonos sobre su cabeza y extendió unos carteles, como haría alguien para recogerte del aeropuerto.

«El señor Welsh me informó de su condición.

Me pidió venir preparado para no causarle incomodidades.

La acercaré al hospital para poder reunirse con la señorita Zweinbrücken»

James le abrió la puerta del coche, esperando hasta que se sentó para avanzar al asiento de copiloto. Lo más seguro era que el pobre no supiera nada sobre lenguaje de señas, pedirle llevarla a una pastelería sería de lo más complicado y...

Claro, cómo no lo pensó.

Unas cartulinas color hueso y un paquete de plumones negros le esperaba en el asiento.

La voz del SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora