XIII

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Sekhmet.

Los brazos fuertes de Júpiter me acurrucan contra su pecho, nuestras iris brillan por el reflejo del fuego que miramos como si fuese la solución a todos los problemas que cargamos encima.

Hace frío, pues es noviembre, no hace falta casi nada para que el invierno comience a enfriár todo a su paso.

Una de sus manos acaricia mi brazo por encima de mi suéter y con la otra me sujeta las piernas para asegurarse de que mi cuerpo no caiga de su regazo.

Hace unas horas logramos construir dos paravientos con palos de bambú y hojas de palmeras, donde yace Graham inconsciente aún. Sigo pensando en qué tan duro pudo haber sido el golpe que le di como para que no haya despertado todavía.

Cuando caímos al agua, estuvimos a punto de ahogarnos. Su peso dobla al mío, las posibilidades de separarlo de mi cuerpo eran escasas. Estaba sola, y la vida de ambos dependiendo únicamente de mí.

Me culpaba cada vez que mis pulmones clamaban oxígeno, luchaba por salir a flote, pero la vida no quería nada conmigo en ese momento. Deseé morir, me maldije internamente por poder estar dejando a un niño sin papá, quizás sin la posibilidad de no volver a ver ni su cadáver.

Conseguí que salieramos a la superficie en medio de pataleos y una batalla inefable con mi cuerpo. Le pedía a Dios que lo salvara, así tuviese que morir yo como consecuescia.

No sé si fue peor estarme ahogando, o haber caido en cuenta de que estaba en medio de la nada cuando salimos a la superficie. La inmensidad de océano rodeaba nuestros cuerpos, movía desesperadamente las piernas para poder mantenernos a flote.

En medio del miedo y la culpabilidad, pegué mi oreja a su pecho, y sólo entonces sentí un poquito de alivio al percatarme de que su ritmo cardíaco se mantenía intacto.

Luego Culebra cayó con el paracaídas y la balsa entre las manos, me hundí para pasarle una daga que aún tenía dentro de una de mis botas, él cortó los hilos para liberarse del paracaídas y halo la cuerda de la balsa.

Con la misma daga cortó la cuerda que me adhería a la anatomía de Graham me ayudó a subirlo a la balsa luego de oír el trágico ruido de la avioneta destruírse por completo.

Logramos llevar a la isla que visualicé en medio de las sacudidas de la avioneta. Fueron horas infernales las que pasamos intentando llegar, pues la violencia del mar nos volteó la balsa al menos diez veces. Ni siquiera teníamos un remo que facilitara nuestro necesitado viaje, sólo nuestras manos y el instinto de supervivencia.

Por fortuna, esta isla tiene una gran cantidad de árboles frutales, los suficientes como para no morir de hambre entre las próximas semanas. Siendo franca, no tengo ni la más mínima esperanza de que alguien nos encuentre.

Él logró encender una fogata hace un par de horas, no hemos intercambiado más palabras de las necesarias desde entonces. Pero nos sostenemos el uno al otro a través de las acciones y el silencio.

Y aquí, en medio de la nada y con la luz de una pequeña fogata siendo la única fuente de calor y luz junto a la luna; me doy cuenta de que la vida de las personas puede cambiar en cualquier momento. Ni en los escenarios más pesimistas de mi mente llegué a imaginar que terminaría en una maldita isla con dos hombres, uno con el que discuto a cada nada, y otro con el que tengo que fingir que ya no lo amo, cuando está claro que lo hago con cada partícula de mi cuerpo.

Me abrazo cada minuto más al cuerpo de mi mejor amigo, no siendo suficiente la candela que tenemos al frente. Que de paso, amenaza con fallecer pronto. Reposo mi cabeza en la curva del cuello de Júpiter, harta de ser esto. Harta de seguir fingiendo aún ante él porque sencillamente él si tiene ganas de vengarse.

Danger high voltageDonde viven las historias. Descúbrelo ahora