Capítulo 7

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Cuando vi pasar a aquellos niños frente a mí, una extraña sensación se instaló en mi corazón. No hacía falta ni media mirada para darse cuenta que no eran de la calle; su piel estaba demasiado tersa, su andar era demasiado ávido y alegre, pero sobre todo eran sus miradas lo que lo demostraban: allí había felicidad, quizás algún mínimo dolor ocasional, pero eran niños felices. Cuando pasas un tiempo en las calles, aquella felicidad se esfuma como una vieja pintura con el paso de los años. Eran una niña y dos niños más pequeños, y a pesar de la mirada de repulsión que me dirigió la primera, no pude evitar acercarme a ellos. Su primera reacción fue escapar, pero les demostré que no había nada que temer, al menos no por mi parte. De todas formas la desconfianza no desapareció.  

De cerca pude apreciarlos mejor. La niña debía estar por los 12 años y se veía en su mirada color azul que empezaba a madurar. Su rostro, de piel color durazno, estaba enmarcada por rizos de un castaño tan oscuro que podría confundirse con el negro, sino fuera por los leves reflejos color rojizo. En sus brazos se encontraba un niño que tendría 3 años. Su pequeño rostro de forma redondeada presumía orgulloso una impensada sonrisa de ínfimos dientes blancos y unos enormes ojos azules, medio escondidos por mechones de pelo rubio. Y detrás de la niña, como escondiéndose, se hallaba el último niño. Su edad debía estar por los 5, quizás 6 años. Éste niño tenía el pelo muy oscuro, probablemente negro, pero tenía los mismos ojos azules que los que debían ser sus hermanos. En su tímida mirada había miedo.

- ¿Cómo se llaman? 

Mi pregunta iba sin intención, era simplemente para que los niños no tuvieran miedo, pero la mayor la vio como una amenaza a la que respondió como pudo.

- ¿Y a ti que te importa?- Su tono era despectivo, como si intentara denigrarme.

- Evan.

La voz de aquel pequeño niño nos sorprendió a todos, y luego enfureció a su hermana. Sin embargo yo me sentía extrañamente bien, me agradó que aunque sea el niño de 3 años confiara en mí.

- Un gusto.- Dije sonriendo, mientras intentaba tomarle su manito ante una mirada furibunda.- Yo soy...

- No nos interesa tu nombre.

El tono de aquella niña era un tanto estridente por el miedo y los nervios que intentaba ocultar con toda su alma. Entendía que se sentía responsable por su hermanitos, lo cual era lógico, y que quería mostrarse fuerte ante cualquier amenaza posible. Y también lo aceptaba, porque en una situación similar, yo hubiera hecho lo mismo sin vacilar ni un segundo.

- De acuerdo, no te diré mi nombre ni tú me dirás el tuyo. Pero déjame llevarlos a un Centro.

- ¿Un Centro? ¿Qué es eso, una especie de cárcel?- Era claro que la niña se había puesto histérica, cosa que iba completamente en dirección opuesta a lo que yo pretendía.

- No, no. Es como una casa enorme, donde puedes dormir, comer y estar con otras personas.

Me costó un tiempo, pero al fin y al cabo logré convencerla de quedarse en un Centro. Mientras tanto, me había dicho a mí misma que mandaría a eso tres pequeños hermanos directamente de regreso a su hogar. Yo había huido casi a la misma edad que la niña, y sabía por experiencia propia que en las calles se llevaba una vida realmente horrible; no quería lo mismo para ella, y mucho menos para los más pequeños. Era inimaginable. Había algo en mí que gritaba, pero no entendía lo que mi propio inconsciente me estaba diciendo. Lo único que sabía era que no podía permitir que nada malo les sucediera a esos niños, empezando por alejarlos de las injusticias de mi propia vida.

El cielo, de un gris plomizo, lanzaba amenazas estruendosas con cada vez más frecuencia, y cada tanto, un relámpago iluminaba lo que debiera ser una atardecer; pero el sol se había escondido detrás de esponjosas nubes oscuras, haciendo parecer una noche cerrada al pleno día. Yo intentaba caminar a paso moderado, aunque mi instinto gritara lo contrario, como muestra de consideración a los niños que intentaban seguir mi ritmo. Había querido alzar en mis brazos al que rondaba los 6 años, pero éste se había negado rotundamente sin exclamar la más mínima palabra, sino demostrándolo que fervientes lágrimas en sus ojos. Sin embargo, a lo que no apuráramos la marcha, una despiadada tormenta se cerniría sobre nosotros. Así que dejé de lado cualquier capricho por su parte y empecé a dar rápidas instrucciones.

Sobrevivir de tu manoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora