Capítulo 10

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El recuerdo del sueño trajo vívidas imágenes de lo acontecido, tan reales que lastimaban como aquél día que jamás olvidaré.

Esa noche hacía frío; un frío que se colaba entre tus ropas y helaba hasta los huesos; un frío acompañado de un viento húmedo y cortante, ruidoso. Las persianas golpeaban una y otra vez creando un ritmo escalofriante y amenazador; las ramas de los árboles, ya sin hojas que las cubrieran, parecían garras huesudas que arañaban las paredes exteriores en un intento de irrumpir en el interior. Pero yo no tenía miedo, por lo menos no más del que tendría una niña durante una tormenta, porque yo estaba a salvo en mi casa, lejos de la furia de la naturaleza, ajena a lo que pasaba fuera. 

Rachel estaba en medio de la habitación, captando la entera atención de mis padres. Como siempre lo hacía, desde hacía cinco años. No importaba lo que yo hiciera, mi hermana era su mundo, su vida. ¿Acaso no recordaban que tenían otra hija, yo? Me sentía traicionada, abandonada por mi propia familia. Quería que mis propios padres se dignaran a prestarme aunque ten solo fueran unos minutos de su atención, atención que yo ansiaba y valoraba como si fuera oro. ¿Era mucho pedir para una niña de 10 años? 

Estaba mirando televisión, ensimismada, resignada a ser solo alguien que ocupaba espacio para mis padres. Ya no tenía lágrimas que llorar, ni ganas de seguir soportando el peso de la situación. Cada vez que Rachel hacía algo que no debía, era yo a quien delegaban la culpa; y a nadie le importaba que muchas veces yo misma me acusara para proteger a mi hermana. Porque yo la quería, claro que sí, la amaba. Después de todo, era mi hermana, y tenía solo cinco años. Eran mis padres quienes no se comportaban como adultos, dando absoluta preferencia a Rachel: cada semana, un nuevo regalo le era dado, mientras que a mí nunca me traían nada; cada cumpleaños, mi hermana tenía una enorme y deliciosa torta con velas para festejar, y yo me sentía afortunada por el simple hecho de que recordaran la fecha en que nací. Me tenían olvidada, tirada como un trapo viejo que ya no era útil. Pero no era ningún objeto inservible, yo era su hija. Sin embargo, aguantaba cada palabra, cada pensamiento, cada desahogo, porque yo los quería a pesar de todo. Pero esa noche, toda mi voluntad y mi paciencia tocaron un límite que jamás pensé que estuviera tan cerca. 

No hacía más que existir, como siempre hacía cuando Rachel estaba cerca. Ella jugaba, corría y reía como era normal; era una niña muy feliz. Fue entonces que tropezó, nunca estuve muy segura si fue con mi pie o con la misma alfombra, pero cayó al piso. Una sangre roja y espesa comenzó a brotar de su frente a causa del golpe que se había dado. Rachel no dejaba de llorar, estaba muy asustada, al igual que yo. Mamá y papá llegaron corriendo al oír los gritos de mi hermana, y rápidamente se prepararon para llevarla al hospital. Pero no sin antes gritarme. Nunca antes me habían gritado tan violentamente en mi vida, nunca antes había tenido miedo de mi papá. Yo simplemente estaba allí, escuchando como me acusaba de querer hacerle daño a Rachel deliberadamente, como me decía todo tipo de insultos. Y me cansé, le grité que se detuviera. Si tan solo no lo hubiera hecho. Porque mi papá no dudó en pegarme, y lo hizo tan fuerte que el labio empezó a sangrarme. Me asusté tanto que no pude ni llorar, estaba catatónica: mi papá… mi papá realmente me había pegado. Y luego se fue con mi hermana y mamá al hospital.

Me quedé sola, lastimada tanto física como emocionalmente. La televisión seguía prendida, y en ese momento pasaban un anuncio que ya me sabía prácticamente de memoria: un chico que se había perdido hacía ya seis años, y su madre aún lo buscaba. Eso me hizo pensar. ¿Si yo desaparecía, mis padres me buscarían? No estaba segura, realmente creía que les solucionaría la vida. Porque no me querían, de eso si estaba segura. Y me dolía tanto. 

Aquella noche decidí irme, hacerle un bien a mi familia. Después de todo, ¿Quién me extrañaría? Huiría de mi hogar, de mi vida, por el bien de todos, de mí misma. Quizás podría encontrarme con aquel chico que me había alentado, de alguna ausente manera, a terminar con la ignorancia a la que me sometían; porque mis padres no me amaban ni me despreciaban, sino que me ignoraban. Y eso era lo peor del mundo, estar sin estar, que te miren sin ser vista, que te oigan sin ser escuchada. Así que me fui, y cuando mis padres regresaron, la casa estaba desierta. 

Sobrevivir de tu manoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora