𝟖. 𝐃𝐢́𝐚𝐬 𝐝𝐞𝐬𝐩𝐢𝐞𝐫𝐭𝐚

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POV LISA

El lunes por la tarde, Rosé, Winter y yo cogemos el coche y vamos a la nueva casa de mi padre, en la zona más cara de la ciudad, para celebrar la Cena Familiar Obligatoria Semanal. Llevo la camisa azul marino y los pantalones de algodón de color beige que me pongo siempre que voy a ver a mi padre.
Piensa que es mi uniforme del instituto y no me he tomado la molestia de corregirlo.
Permanecemos todo el camino en silencio, mirando por las ventanillas. Ni siquiera ponemos la radio. «Pasadlo bien», nos ha dicho nuestra madre al salir, intentando mostrarse animada, cuando sé que en el instante en que el coche se ponga en marcha estará hablando por teléfono con una amiga y abriendo una botella de vino.

Será la primera vez que veo a mi padre desde Acción de Gracias y la primera vez que estoy en su nueva casa, la que comparte con Jessica y su hijo.

Viven en una de esas nuevas casas colosales en una calle en la que son todas iguales. Cuando aparcamos delante, Rosé dice:
-¿Os imagináis tener que encontrar tu casa cuando vas borracho?

Echamos a andar las tres por la impoluta acera blanca, que parece aún más blanca por el contraste con el verde del césped. En el camino de acceso veo dos todoterrenos iguales, relucientes, como si su pretenciosa vida mecánica dependiera de ello.

Abre la puerta Jessica. Tendrá unos treinta años, pero tiene el aspecto de una persona asentada de cuarenta, el cabello rubio rojizo y una sonrisa de preocupación. Según mi madre, Jessica es lo que se conoce como una cuidadora, y eso es, también según mi madre, lo que mi padre necesita. Llegó con una cuenta bancaria con doscientos mil dólares, donación de su exmarido, y un niño desdentado de siete años que se llama Josh Raymond que tal vez, o tal vez no, es mi hermano de verdad.

Mi padre viene en tromba hacia nosotros procedente del jardín trasero, donde, a pesar de que estamos en enero y no en julio, está asando quince kilos de carne. Lleva una camiseta donde puede leerse «¡Toma ya, Canadá!». Hace doce años era un jugador de hockey profesional conocido como «el Carcelero», hasta que se fracturó el fémur al chocar contra la cabeza de otro jugador. Está igual que la última vez que lo vi -demasiado guapo y demasiado en forma para un tipo de su edad, como si esperara que en cualquier momento pudieran volver a seleccionarlo-, aunque me percato de las canas que salpican su pelo negro. Una novedad.
Abraza a mis hermanas y me da unas palmaditas en la espalda. A diferencia de la mayoría de jugadores de hockey, ha conseguido conservar la dentadura completa y nos sonríe exhibiéndola, como si fuéramos apasionadas seguidoras. Quiere saber qué tal nos ha ido la semana, qué tal nos ha ido la escuela, si hemos aprendido alguna cosa que él no sepa.

Es un reto, su equivalente a arrojarnos el guante. Y para nosotros es una manera de intentar desconcertar a nuestro sabio papá que a ninguno le hace gracia, por lo que todos le respondemos que no.
Mi padre pregunta sobre mi programa de estudios fuera de la ciudad durante noviembre y diciembre, y tardo un momento en caer en la cuenta de que está hablando conmigo.

-Oh, sí, estuvo bien.
Muy buena, Rosé. Tomo mentalmente nota de que debo darle las gracias.

No sabe nada acerca de mi desconexión ni sobre los problemas en el instituto en segundo, ya que el año pasado, después del incidente en el que rompí una guitarra, le conté al director Werts que mi padre había muerto como consecuencia de un accidente de caza. No se tomó la molestia de verificarlo y ahora llama a mi madre siempre que hay algún problema, lo que significa que en realidad llama a Rosé, porque mi madre tampoco se toma nunca la molestia de comprobar el contestador.
Saco una hoja que ha aterrizado en la barbacoa.

-Me invitaron a seguir allí, pero rechacé la oferta. Es decir, que por mucho que me guste el patinaje artístico y por buena que yo sea (supongo que eso me viene de ti), no estoy segura de querer seguir mi carrera en este sentido.

𝐢'𝐦 𝐣𝐮𝐬𝐭 𝐥𝐞𝐚𝐯𝐢𝐧𝐠 (jenlisa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora