𝐋𝐚 𝐧𝐨𝐜𝐡𝐞 𝐝𝐞𝐥 𝐝𝐢́𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐦𝐢 𝐯𝐢𝐝𝐚 𝐜𝐚𝐦𝐛𝐢𝐨

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POV LISA

Estamos cenando y mi madre me mira.
Winter, como es habitual, come como un caballito hambriento y, por una vez, yo también estoy engullendo.

- Winter, cuéntame qué has aprendido hoy -dice mi madre.
Pero antes de que le dé tiempo a responder, digo:
-Me gustaría contar primero lo mío.
Winter deja de comer el tiempo suficiente como para poder mirarme, boquiabierta, la boca llena de guiso a medio masticar. Mi madre sonríe con nerviosismo y se agarra al vaso y al plato, como si fuera a levantarse y a tirarlo todo por los aires.

-Pues claro, Lisa. Cuéntame qué has aprendido.

-He aprendido que en este mundo existe el bien si te esfuerzas por encontrarlo. He aprendido que no todo el mundo es decepcionante, y en eso me incluyo a mí, y que un montículo de 383 metros puede parecer más alto que un campanario si te encuentras al lado de la persona adecuada.

Mi madre espera con educación a que siga hablando, y cuando ve que no digo nada más, hace un gesto de asentimiento.
-Me parece estupendo. Eso está muy bien, Lisa.
¿Verdad que es interesante, Winter?

Mientras recogemos la mesa, mi madre parece tan aturdida y desconcertada como siempre, solo que más, porque no tiene ni idea de qué hacer con mis hermanas y conmigo.
Como me siento feliz por el día que he pasado, pero también mal por ella, porque mi padre no solo le ha roto el corazón, sino que además ha hecho añicos todo su orgullo y su autoestima, le digo:
-Mamá, ¿por qué no dejas que lave yo hoy los platos? Deberías relajarte un poco.

Cuando mi padre nos abandonó por última y definitiva vez, mi madre se sacó la licencia de agente de la propiedad inmobiliaria, pero como el mercado inmobiliario está en claro declive, trabaja a tiempo parcial en una librería. Siempre está cansada.
Su cara se contrae, y durante un terrible momento pienso que va a romper a llorar, pero entonces me da un beso en la mejilla y dice «Gracias» de un modo que indica que está tan hastiada del mundo que casi me dan ganas de llorar a mí también, aunque me siento demasiado bien como para hacerlo.
Y entonces dice:
-¿Acabas de llamarme «mamá»?

Estoy poniéndome los zapatos en el mismo momento en que el cielo se abre y empieza a llover. Por el aspecto que tiene, nos enfrentamos a aguanieve, gélida y cegadora, en vez de a la lluvia normal de cada día. De modo que, en lugar de salir a correr, me doy un baño. Al principio es complicado, porque soy el doble de larga que la bañera, pero ya la he llenado de agua, y puesto que he llegado hasta aquí, tengo que llevarlo a buen término. Me desnudo, entro, el agua se derrama por el suelo,
dejando charquitos que se estremecen como peces varados. Apoyo los pies en las baldosas de la pared y me sumerjo, con los ojos abiertos, mirando la alcachofa de la ducha, mis pies, la cortina negra, el forro interior de plástico y el techo, y entonces cierro los ojos y me imagino que estoy en un lago.

El agua está en calma. Estoy descansando. En el agua estoy segura, sumergida y aguantando la respiración. Todo se ralentiza, el ruido y la velocidad de mis pensamientos. Me pregunto si podría dormir aquí, en el fondo de la bañera, si es que quisiera dormir, cosa que no quiero. Dejo vagar la mente. Oigo las palabras formándose, como si estuviera sentado frente al ordenador.

En marzo de 1941, después de tres crisis graves, Virginia Woolf escribió una nota a su marido y se dirigió a un río próximo a su casa. Se metió una piedra grande en el bolsillo y se sumergió en el agua. «Queridísimo -empezaba diciendo la nota-, tengo la certeza de que una vez más me estoy volviendo loca. Noto que no podré aguantar otra de esas épocas horribles. Por eso voy a hacer lo que parece la mejor solución.»

¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuatro minutos? ¿Cinco? ¿Más? Los pulmones empiezan a quemarme. «Mantén la calma -me digo-. Lo peor que puedes hacer es caer presa del pánico.»
«Has sido en todos los sentidos todo lo que alguien puede ser. Si alguien hubiese podido salvarme, habrías sido tú.»
¿Seis minutos? ¿Siete? Lo máximo que he contenido la respiración han sido seis minutos y medio.
El récord del mundo está establecido en veintidós minutos y veintidós segundos, y pertenece a un alemán que se dedica profesionalmente a esto. Dice que todo se basa en el control y la resistencia, pero sospecho que tiene más que ver con el hecho de que su capacidad pulmonar es un veinte por ciento superior a la media. Me pregunto por eso de dedicarse profesionalmente a contener la respiración, si de verdad uno puede ganarse la vida con ello.

Abro los ojos y me siento, boqueo, lleno los pulmones. Me alegro de que no haya nadie que pueda verme en este momento, porque no paro de resoplar, salpicar y escupir agua. No hay emoción por haber sobrevivido, solo vacío, pulmones necesitados de aire y cabello mojado pegado a la cara.

𝐢'𝐦 𝐣𝐮𝐬𝐭 𝐥𝐞𝐚𝐯𝐢𝐧𝐠 (jenlisa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora