Capítulo XXI, parte II

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El día amaneció como otro cualquiera. Salió el sol, se empapó de nubes y niebla, y dio paso al fiero murmullo de una ciudad que despertaba. Y, sin embargo, aquel amanecer también era distinto.

Lo era porque traía en su viento, oxidado por la contaminación, una euforia que hacía mucho, mucho tiempo que no sentía.

De hecho, pensaba "el carnicero", casi no recordaba la última vez que había sentido un éxtasis similar. Ni siquiera el mejor orgasmo había sacudido su cuerpo enfermo con tanta fuerza como aquellos titulares que engrandecían su nombre.

Ah... por fin alguien reconocía que su trabajo era digno de mérito. Por fin los medios ponían de manifiesto sus esfuerzos por señalar que vivían en un mundo de mierda.

Un acceso de tos sacudió a la figura, que se estremeció de arriba abajo y se tapó más con la manta que cubría sus piernas. Inmediatamente después se escuchó un agudo chillido, lejano, que pareció vibrar un segundo en el silencio.

—¡Hace mucho ruido y me duele la cabeza! —gritó en dirección al sótano y se arrebujó más en la manta. Después cerró los ojos y dejó que el mortecino sol que entraba por la ventana acariciara su rostro macilento y ajado.

El sonido animal volvió a sonar, aunque este fue mucho más breve y mucho menos agudo. Se escuchó también la voz de una mujer, suave y tranquilizadora, y después, el silencio roto por sus pasos sobre la escalera que subía del sótano.

—Ya se ha quedado dormida. —La mujer que hacía las veces de guadaña para "el carnicero" suspiró, cerró la bolsa llena de pañales de anciano usados, y la dejó en un rincón, aunque no se quitó los guantes que llevaba—. ¿Has visto las últimas noticias? No hay nadie que no hable de ti.

La figura sonrió, sin moverse de donde estaba. Asintió sin decir nada y continuó absorbiendo los rayos del sol.

—¿No te preocupa? La policía...

—La policía está muy despistada. Piensan que siempre pesco en los mismos lugares. Pero, como te he demostrado con ella, es muy fácil elegir una víctima. Solo hay que tener paciencia y un poco de tino. El mar tiene muchos peces, muchísimos. Y a mí me gusta todo el pescado. No te preocupes, todo irá bien.

A su lado, la mujer apretó la mandíbula nerviosamente y en su rostro se dibujó una arruga de preocupación. Molesta por su reacción, la figura se incorporó rápidamente y la obligó a levantar la mirada.

—Llevo más de veinte años haciendo esto. ¿Te crees que porque ahora sepan lo de Grafham van a avanzar algo? Mira, conozco a la policía. Sé perfectamente cómo piensan, cómo actúan y cómo se organizan. Para su desgracia he tenido mucho tiempo libre para dedicarme a según qué cosas.

—Quizá deberíamos parar un tiempo. Como la otra vez... las cosas se tranquilizaron mucho —sugirió la joven, contrita. A sus espaldas cargaba con una enorme cantidad de paranoias generadas recientemente, que apenas la dejaban ya respirar. Y aunque deseaba complacer a quien la había hecho sentir útil, se sentía muy alicaída en los últimos días. Tenía miedo—. No... ¿no te parece buena idea?

La figura se estremeció de arriba abajo, presa de un escalofrío asqueroso y gélido, que fue acompañado de una tos intermitente que dejó, durante un momento, sin respiración al delgado ser.

—¡No! ¡Claro que no! —Siseó, con la voz aún torturada por los esputos que se atascaban en su garganta—. Ahora es cuando más activos tenemos que estar. Y te diré por qué. —Levantó dos dedos escuálidos y finos y enumeró—: para demostrar que la policía no tiene ni idea de lo que habla y porque, como bien sabes, me estoy muriendo. Y no quiero morir sabiendo que ahí fuera sigue habiendo gilipollas que no valoran lo que es vivir. Que se toman a broma cada día que viven, como si esto fuera un solo...trámite —escupió, con la voz llena de un veneno que llevaba años burbujeando bajo su piel—. No, cariño mío, no pienso pararme ahora. Me llevaré al infierno a todos los que pueda. Y tú serás el pináculo de mi venganza, el culmen de toda mi vida.

Aquel alegato, pese a que era sombrío y turbio, tranquilizó a la mujer que lo escuchaba. Había algo en su manera de contar las cosas que disipaba las dudas y los remordimientos y los convertía, poco a poco, en una necesidad absoluta de complacer al ser lisonjero y detallista que le brindaba compañía en esos instantes.

Además, pensaba, mientras asentía y permanecía en silencio, tenía razón: la policía ni siquiera sabía quiénes eran víctimas suyas y quiénes no. En las noticias de esa misma tarde se hablaba de dos misteriosas desapariciones que achacaban al "carnicero" , pero lo cierto es que quien se moría en la camilla del sótano no era ninguna de ellas. Su nombre era Riley y era prostituta cerca de Camden. Llevaba allí tres días y las autoridades ni siquiera sabían de su desaparición, así que habían alargado el momento de su muerte a la espera de que alguien diera eco de esa noticia.

Aunque no tardarían en deshacerse de ella: el suero se les estaba acabando y de la morfina era mejor no hablar, porque apenas les quedaban ya un par de frascos.

—He conocido a alguien.

La voz rota de la figura hizo que la mujer que la acompañaba volviera en sí. De inmediato, frunció el ceño, alarmada.

—¿A quién?

—No me mires así, cariño, no tengo ningún tipo de interés en establecer ningún tipo de relación con ella. Es... otra de esas.

Un chispazo de ansiedad recorrió el cuerpo menudo de la mujer, que se mordió el labio inferior con nerviosismo y sacó, a toda prisa, una carpeta de estudiante de un brillante color azul que destacaba aún más si cabe en el interior de aquella vivienda.

—Tú la has visto varias veces —explicó, mientras se acomodaba en la silla y tiraba de la manta para taparse las rodillas—. Se llama Bonnie... es esa larguirucha que vende flores a la entrada del cementerio. Suele ir a comprar todos los días a la misma panadería: siempre a la misma hora. —Su tono se oscureció al recordar a la mujer pelirroja y sus labios dibujaron un rictus de desagrado—. Siempre tan feliz. Siempre tan convenientemente sonriente. Por favor, me resulta tan desagradable que se me revuelven las tripas.

—¿Quieres una manzanilla? Creo que traje la última vez —comentó la mujer, solícita, mientras su mano se movía frenéticamente sobre el papel—. Te vendrá bien.

La figura contempló entonces a la mujer, con los ojos ligeramente entrecerrados, como si juzgara su comportamiento en silencio. Al cabo de unos segundos, levantó su taza y asintió.

—Cada vez te portas mejor. Me enorgullece saber que mis lecciones han servido para forjarte el carácter.

Esta vez, fue la chica la que se estremeció, presa de júbilo.

—Mi padre también lo ha notado —admitió y se levantó. Guardó el cuaderno en el bolso, cerró la cremallera y sonrió lentamente—. Dice que ahora estoy mucho más centrada.

—Y tu padre que no me creía —rezongó, mientras hacía un gesto de impaciencia—. No hay nada mejor que la paciencia y la comprensión para conseguir que el espíritu se apacigüe. —Sonrió levemente y volvió a esconder las manos bajo la manta—. Al menos durante un tiempo. —La mujer escogió ese preciso momento para marcharse a preparar la infusión, pero eso no evitó que la figura añadiera una última frase a su reflexión, una certeza que se refería a su propia esencia y ser, pese a que estaba disfrazada de generalidad, y que auguraba malos tiempos para Londres—: Pero, al final, el espíritu se desboca y se monta una bacanal con los instintos primarios, ¿sabes? Y entonces de nada sirve la contención... 

Y vosotros... ¿cómo os conocisteis?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora