Capítulo VIII, parte III

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El lugar al que fueron no era el mejor del mundo. Bastante alejado de la zona en la que solía moverse Nathan, aquellas calles distaban mucho de ser un sitio que pudiera calificarse como "seguro". Los indicios estaban por doquier: el sepulcral silencio, roto solo por algunas voces que, desde los callejones, rebotaban al exterior, los grafitis que adornaban los muros de los edificios con sus vibrantes verdes y rojos, y también el olor a barrio marginal que James, por desgracia, tan bien conocía.

Quizá fuera por ese conocimiento censurado socialmente o quizá por su instinto ahora más despierto debido a la falta de drogas duras —aunque la falta de la cocaína empezaba a hacerle efecto— pero no tardó en darse cuenta de que solo había un motivo por el cual Nathan supiera de aquel lugar. Y la idea no le gustó.

De hecho, no fue la sensación de saberse engañado lo que más le molestó, si no la certeza de que podría haber caído dormido, drogado hasta las cejas y sin pesadillas de ningún tipo, lo que realmente despertó su mal humor. Ni siquiera quiso pensar más de lo necesario en los motivos por los cuales Nathan no le había mencionado que había sido —o era— drogadicto.

Aunque quería equivocarse. Lo deseaba con una fuerza sobrehumana.

Finalmente, tras un buen rato de denso silencio, ambos hombres llegaron a un edificio gris de pequeñas ventanas. En la puerta, bajo el número dos, un chaval de apenas veinte años fumaba con languidez, vestido de enfermero. Al ver a Nathan hizo un vago gesto de saludo que, por supuesto, él no devolvió. Se limitó a abrir la puerta y a guiar a James escaleras arriba, pese a la airada protesta de la mujer que sentaba tras la recepción.

—Déjame hablar a mí —le ordenó en voz baja y abrió la última puerta del pasillo.

Allí, en el interior de la consulta, un sorprendido varón de mediana edad se quitaba el abrigo que llevaba puesto, aún ligeramente húmedo por la niebla matutina. Sin embargo su gesto no tardó en mudar a otro mucho más agradable.

Entonces, saludó a Nathan. Y James entendió por qué nada de lo que dijera allí serviría de nada: era ruso.

¿Desde cuándo Nathan hablaba ruso?

James apretó los dientes con fuerza al darse cuenta de que no sabía nada de él. Aunque tampoco sabía si quería... o debía. Porque, pese a las pocas horas que habían compartido, había sentido ese viejo lazo de complicidad que tanto le dolía ahora.

No quería ni pensar en qué pasaría si se dejaba enredar otra vez por él, aunque tenía clara una sola cosa: no dejaría que pusiera fin a su sufrimiento, de ninguna manera. Y eso... no era bueno. Como tampoco lo eran la ansiedad y el pánico con los que estaba habituado a vivir.

Tragó saliva y apartó la mirada de Nathan, al que llevaba escuchando hablar los últimos minutos, sin entender nada de lo que decía. Sin embargo, sí que entendió la complicidad que había entre ellos cuando se estrecharon las manos a modo de despedida.

—Ten —murmuró y le tendió un botecito de plástico con dos pastillas—. Tómatelas el día antes de la prueba y diles que tuviste gripe cuando estuviste aquí —le informó y bajó las escaleras rápidamente, mientras consultaba el reloj y chasqueaba la lengua, molesto—. Eso debería servirte para ganar algo de tiempo. Evidentemente —continuó y giró la cabeza para mirarle—, solo servirá de algo si te decides a dejar las drogas. Si sigues poniéndote hasta el culo no habrá fármacos que te falseen nada, ¿entiendes?

—No soy gilipollas —masculló James en contestación y cogió el bote. Este no tenía nada escrito, ni fecha de caducidad, ni siquiera un nombre por el que pudiera buscarlo. Lo apretó con fuerza y después lo guardó en el bolsillo interior del abrigo.

Y vosotros... ¿cómo os conocisteis?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora