Capítulo VI, parte II

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Terapia 2 después del reencuentro.

Michael levantó la cabeza al escuchar cómo su hija daba paso a su siguiente cliente. Pese a que no tenía ninguna cita concertada, no le extrañaba en absoluto que alguien se acercara a última hora.

Especialmente si ese alguien era Nathan.

Había pasado poco menos de una semana desde la última conversación que habían tenido. Desde ese día no había vuelto a saber de él, como tampoco había logrado saber nada de James: ni cogía sus llamadas de skype ni se molestaba en mirar el móvil, que a esas alturas ya debía estar lleno de mensajes suyos.

Poco más podía hacer. Salvo presentarse en su casa y obligarle a aceptar su ayuda, cosa que, evidentemente, no iba a pasar. Por mucho que Nathan insistiera en ello.

—No consigo sentirme culpable.

Esa fue la frase con la que saludó el hombre al entrar en la consulta. Su aspecto físico seguía empeorando: las ojeras, oscuras y profundas, se habían alargado y su palidez natural ahora era incluso peor. Incluso parecía más delgado.

—Esa no es ninguna novedad —Michael sonrió con amabilidad, se levantó de la silla y se acercó a él—. ¿Te encuentras bien? ¿Ha pasado algo?

—Nada nuevo —contestó él con amargura, mientras se quitaba el pulcro tres cuartos y lo dejaba sin cuidado sobre una de las sillas. Después se aflojó la corbata y se encendió un cigarrillo, esta vez sin pedir permiso—. Sé que está vivo, Michael. Pero ya está. No sé si está bien, si está mal, si su cabeza sigue encima de sus hombros. No sé si sigue enganchado a la coca. No sé si tiene a alguien que pueda ayudarle, ¡ni siquiera sé cuándo va a tener una sobredosis! —Se dejó caer en el diván y se llevó las manos a la cabeza—. ¿Sabe la posibilidad que existe de que eso esté ocurriendo en este momento? ¿Mientras usted y yo hablamos? ¡Podría estar ahogándose en su vómito en este mismo momento!

Michael se incorporó pesadamente y se acercó a él. Pocas veces contemplaba aquella parte de Nathan, esa oscura e íntima maldición que, lamentablemente, solo conseguía acallar con una dosis cada vez mayor de heroína.

—Nathan... tienes que tranquilizarte y dejar de pensar —le pidió, con suavidad. Se había detenido a pocos centímetros de él, pero decidió respetar su espacio personal en esos momentos. Con otro paciente, quizá, hubiera actuado de manera diferente, pero aquellos quince años de relación le habían enseñado muchas cosas acerca de su manera de ver las cosas—. Supongo que James no ha contestado al mensaje que le mandaste.

—¿Cómo es posible que siga enfadado conmigo por aquello? ¿Lo entiende usted, doctor? ¡Le salvé la vida a él ya su familia! —exclamó, entre airado y profundamente confuso—. Y créame, doctor, existía la altísima posibilidad de que los siguientes fueran ellos. ¿Sabe cuántos psicópatas han matado a su familia tras el primer asesinato?

—Ya veo. A ver cómo te lo explico —musitó y se sentó a su lado, mientras se daba un par de segundos para ordenar la cantidad de conceptos que tenía que explicar.

La idea en sí era sencilla, la teoría aún más, pero era todo lo que conllevaba por detrás lo que a Nathan le costaba comprender.

Había sido él, precisamente, quien le había diagnosticado su psociopatía, al poco de ser ingresado en el centro psiquiátrico en el que él trabajaba y en el que, meses más tarde, se le nombró director.

Nathan solo tenía trece años. Y no se arrepentía en absoluto de haber matado al padre de su mejor amigo. Esa fue la causa principal de su diagnóstico, pero había muchas más razones que fue descubriendo poco a poco. Entre ellas estaba su desbordante inteligencia y un profundo desdén por las normas sociales. Y por supuesto, también se encontraba James.

Y vosotros... ¿cómo os conocisteis?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora