Nathan llegó al hospital en el momento exacto en el que las manecillas de su reloj marcaban las doce en punto del mediodía. El Gregorio Marañón hervía de actividad en esos momentos pese a ser un día entre diario: las enfermeras iban de un lado a otro, los pacientes vivían su día a día anclados a las limpias sábanas de una incómoda cama, a veces solos y a veces acompañados, los cirujanos se preparaban para intervenir... Y él, cobijado por la sensación de invisibilidad que le daba el anonimato, iba a encontrarse con James en el mismo sitio en el que se habían despedido.
Lo cierto es que estaba nervioso. La idea de volver a verle, aún sabiendo que el reencuentro no iba a ser amistoso, le producía una incómoda presión a la altura del pecho que le hacía preguntarse si había hecho bien tomando ese camino. Y pensaba así no porque temiera por su integridad física o moral, sino porque quizá otro camino más directo —más suyo, cabría decir— le hubiera facilitado la vida a James.
Pero allí estaba, cediendo a la necesidad, infantil, que llevaba arrastrando toda la vida y que le instaba a personarse en la habitación de Margaret que, abierta como estaba, le permitió echar un vistazo a la estancia sin ser visto.
Y allí estaba, cómo no, con ese aire de derrota y resignación, contaminado por las ojeras y por el olor a humo que parecía perenne en él. El peso de los problemas y de la droga le habían casi doblegado, era cierto, pero algo en su postura, en la forma de pisar el mundo o en esa mirada esquiva y oscura le hizo ver que aún no había caído del todo.
—Buenas tardes, señora Taylor —saludó, tras golpear con los nudillos la puerta. Ignoró la mirada de disgusto que le echó James y se acercó a la mujer cuando esta le sonrió desde la cama—. ¿Cómo está?
—Mejor, tesoro. —Esperó a que Nathan llegara a su lado y le cogió de la mano con suavidad, aunque se preguntó cómo era posible que estuviera allí... pues hacía quince años que no le veía y no recordaba lo sucedido días atrás—. Un poco mareada... y confusa. —Hizo una pausa y tras humedecerse los labios, le miró, desubicada—. ¿Cómo es posible...? ¿Qué haces aquí? ¿Has venido por fin a ver a James?
—He venido a verles a ambos —explicó, mientras se acomodaba en la incómoda silla que James había dejado libre. Este seguía en el sofá, arropado con la chaqueta y con la mirada clavada en ambos—. Buenas tardes a ti también, James.
—¿Tú no venías a por algo?
La brusquedad de sus palabras hizo que Nathan sonriera, mientras cruzaba una pierna sobre la otra y le ofrecía a Margaret un vaso con agua.
—Sí —admitió, mirándole con tranquilidad—, y también a ver a tu madre. Si tienes tantas ganas de que me vaya, levántate y dame el informe.
—No me toques la moral...
—No lo hago —contestó Nathan, con ese aplomo suyo tan característico, ese que le había llevado a lo más alto de su meteórica carrera como político en la sombra—. Ve a por el informe, dámelo e iremos a tomar un café a ver qué puedo hacer y qué no.
James se levantó de mal humor y salió de la habitación con los puños fuertemente apretados en el bolsillo. Apenas dio dos pasos cuando escuchó a su madre confesarle a Nathan lo mucho que lo había echado de menos, unas palabras que se le clavaron en el pecho y terminaron de envenenar su humor, ya de por si voluble. La idea de que su madre fuera tan cercana con él le resultaba abominable y le sacaba de sus casillas.
¿Cómo podía hacerle eso? ¿Cómo era capaz de mirarle siquiera a la cara?
Él había condenado a su familia. Él había abierto ese profundo pozo de mierda en el que se estaba ahogando y ahora, pensó, mientras golpeaba el mostrador con los dedos, estaba allí para solucionarle la vida con sus prácticas soluciones.
ESTÁS LEYENDO
Y vosotros... ¿cómo os conocisteis?
Misterio / SuspensoEl asesinato cometido por Adam Brown supuso que la vida de James cambiara por completo. Lo que antes había sido una vida fácil y feliz se convirtió en una pesadilla que jamás ha conseguido dejar atrás: ni la bebida ni las drogas han conseguido que...