Capítulo XI, parte III

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El destino que Nathan marcó en el gps no estaba registrado como ningún lugar en particular. De hecho, lo único que aparecía en la pantalla del coche que habían alquilado para esa noche era una gran extensión de "nada" y un pueblecito a orillas de la enorme circunferencia que Nathan había resaltado en el mapa. Aparentemente, el lugar al que se dirigían no era un sitio civilizado, lo que provocó que James mirara a su amigo con franca curiosidad.

—¿Vas a secuestrarme y a enterrar mi cadáver por ahí en el campo? ¿Tan mal me he portado contigo?

Nathan sonrió levemente, sin poder evitarlo. Su mirada, fija aún en el camino empedrado por el que se estaban metiendo, se iluminó.

—Se me ocurren otras muchas formas de secuestrarte.

Ante semejante declaración, James enarcó una ceja. Si no fuera porque sabía de buena tinta lo inocente que era Nathan en algunos asuntos, casi podía afirmar que esa frase era una declaración de principios.

Una declaración que, sorprendentemente, provocó un cosquilleo de placer en su vientre.

Confuso, apartó la mirada de él y se forzó a observar el paisaje inundado de noche y sombras.

Poco después, el coche se detuvo. En mitad de la nada.

—Vamos, no me atrevo a meter el coche más arriba. Estamos ya al lado —murmuró Nathan mientras salía del vehículo y se encendía un cigarro. Observó lo poco que reconocía a su alrededor y se atrevió a sonreír un momento—. Hacía mucho que no venía hasta aquí.

—¿Qué te traía al culo del mundo, Nath?

—Ahora lo verás —contestó y echó a andar colina arriba, por un camino de tierra que hacía mucho que nadie pisaba a juzgar por las raíces que lo atravesaban de cuando en cuando—. En realidad —continuó hablando mientras caminaba—, las vistas desde mi casa son muy parecidas, pero... este lugar tiene algo especial.

Un instante después, James comprendió el por qué de ese tono nostálgico: la colina terminaba poco después, a la sombra de un enorme árbol, y dejaba la vista despejada a un Londres iluminado por cientos de miles de pequeñas luces. El Támesis brillaba en tonos rosas y verdes, y también en suaves amarillos que se distorsionaban con las ondas que producía el viento. Pero, si algo destacaba de todo aquello, era el silencio. El completo silencio.

—Sí —musitó James y se colocó al lado de Nathan, absorto en la contemplación de los diferentes matices de color—. Es verdad. Es... impresionante.

—Es solo un lugar más —contestó el joven diplomático y se encogió de hombros, aunque todo en sus gestos hablaba de una profunda melancolía—. Pero para mí siempre ha sido importante. No me preguntes por qué, porque no sabría contestarte, pero... es casi lo único sano que me hace desconectar —murmuró, mientras se daba varios golpecitos en la sien con los dedos—. Cuando me ahogaba y estaba limpio... venía aquí y contaba las luces que veía.

James se estremeció al sentir la soledad que irradiaba Nathan con cada palabra. Algo en ellas provocaba en su interior una oleada de culpa que, con cada segundo que pasaba, le recordaba que jamás había estado ahí para él. Que no se merecía ver esa faceta suya. Que no había sido un buen amigo.

—¿Cuántas contaste?

—¿En total? ¿O la última vez que vine?

—En total.

Nathan sonrió y se encogió de hombros. Su mirada deambuló por la superficie iluminada del paisaje, hasta que se dio cuenta de que habían pasado varios segundos sin que dijera nada. Solo entonces, giró la cabeza y miró a su compañero.

Y vosotros... ¿cómo os conocisteis?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora