Capítulo XVI, parte III

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El nerviosismo que sentía James en el pecho era similar al que sintió en su primer día de colegio. Esa necesidad, avariciosa, de sentirse aceptado e integrado le mordisqueaba por dentro y provocaba un intermitente movimiento en su pierna derecha, que golpeaba el suelo al son de un ritmo que solo él percibía.

No podía evitarlo. Aunque era consciente de que solo habían pasado seis semanas desde que entrara en el centro, sentía que el tiempo había fluido de manera muy distinta a otras veces. Si bien era cierto que no estaba ni mucho menos recuperado de sus adicciones y miedos, sí que se sentía más preparado para tener una conversación acerca de lo que le había pasado.

Michael era, en gran parte, el responsable de aquella situación. Sus conversaciones le habían guiado a través de sus pesadillas y, lejos de juzgarlas, le había hecho entender que sus traumas eran completamente normales y que no por ellos iba a convertirse en alguien como su padre.

Suspiró y apretó las manos, firmemente entrelazadas sobre las rodillas. Sus ojos azules repasaron una vez más la sala de espera a la que Michael le había llevado y, aunque ya la conocía de pasada, contempló cada rincón con aire expectante. Fue entonces cuando sintió que la puerta del fondo se abría, trayendo consigo el suave murmullo de unas voces que llevaba muy dentro de sí y que, en esos momentos, anhelaba con una fuerza sobrehumana.

A quien primero vio fue a Ángela. Sus ojos captaron el movimiento de sus brazos elegantemente tatuados y después admiraron la forma en la que el vestido que llevaba delineaba su cuerpo. Apenas un segundo después James contempló la viveza de sus ojos y esa sonrisa que siempre parecía tener para él, sin importar cuales fueran las circunstancias.

No pudo evitarlo, aunque tampoco quiso: se levantó con rapidez, disminuyó la distancia que les separaba de unos trancos y abrazó a la joven contra su pecho, con una alegría que era tan intensa como arrolladora.

—¡Ángela!

La joven sonrió y sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas mientras se apretaba contra él en un vano intento de que todo aquel tiempo separados se borrara de un plumazo. Le había echado tanto de menos... y no sólo físicamente, como alguno de sus amigos creía, si no de una manera mucho más íntima... más personal. Echaba de menos hablar con él, reír por las noches mientras veían una serie estúpida en la televisión. Añoraba poder coger el móvil para mandarle las últimas noticias que le salían en el tablón de facebook, aunque estas fueran ridículas y a él no le interesaban. Echaba de menos poder contar con él, con el joven adolescente que había estado siempre para ella y que, con el tiempo y la oscuridad de su pasado, había ido desapareciendo hasta casi no dejar nada del verdadero James.

—Jim... —susurró, casi de manera ininteligible, mientras esbozaba una sonrisa y cerraba los ojos un momento. Su abrazo le resultaba tan familiar y cercano que se sentía como si hubiera vuelto a casa, a ese refugio que tanto había necesitado durante aquellas semanas de incertidumbre. Finalmente, cuando sintió que le faltaba el aire y que la postura se le hacía incómoda, se apartó y lo contempló, sin dejar de sonreír—. Joder, estás enorme.

—Sí que lo está, sí. —La voz de Nathan surgió de detrás de la mujer, con ese tono burlón y cariñoso que pocas veces empleaba en público, pero que en aquellos momentos era incapaz de contener. ¿Cómo iba a hacerlo si se había pasado cada minuto de cada día echándole de menos? Se preguntó, mientras se acercaba a él, si tendría la misma reacción que había tenido con Ángela: ¿le abrazaría? ¿le estrecharía la mano? ¿estaría enfadado con él por haberle privado de su libertad y ahora no quería saber nada de él?

—Solo he engordado cinco kilos —contestó el militar, azorado, mientras clavaba la mirada en los ojos bicolores de su mejor amigo. La emoción que sintió en ese instante sobrepasó mil veces lo que había sentido al ver a Ángela. Si con ella había sentido que su corazón se le aceleraba en el pecho, con Nathan... se había vuelto loco y cada latido que le golpeaba resultaba casi doloroso—. Dios, ven aquí.

Y vosotros... ¿cómo os conocisteis?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora