Capítulo VIII, parte II

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Casi una hora después, James salió de la ducha. Lo hizo solo con los pantalones del pijama, sacudiéndose como un perro mojado y con su ropa sucia sujeta bajo el brazo.

Nathan, en cambio, seguía sentado frente al piano, pero ahora con un añadido: dos copas de whisky, una botella del mismo, cuidadosamente colocada en una mesita junto a él, y dos porros finamente liados al lado de esta.

Las notas de una melodía resonaban por toda la habitación, pero no escapaban más allá.

—Menudo cacharro, joder —dijo James a modo de saludo, mientras se secaba el pelo con una toalla y dejaba la ropa sucia en una bolsa de plástico.

—Es una ducha, James, no un avión —contestó Nathan con sorna, sin dejar de tocar y con los ojos medio cerrados—. Aquí tienes tu whisky.

James sonrió socarronamente, se acercó y vació la copa de un trago. Al instante sintió que le ardía la garganta, así que no pudo evitar hacer una mueca y toser.

—Ostias, es bueno.

—¿Por qué iba a querer darte whisky barato? —preguntó y abrió los ojos, aunque no lo miró a él, si no a la partitura que tenía frente a él—. Aunque si hubiera sabido que te lo ibas a beber así no habría malgastado una botella de treinta años.

—Eso tiene fácil solución —contestó James y volvió a llenarse la copa, esta vez para saborearla con cada trago. Después cogió el porro y el cenicero, se sentó en el sillón que había más cerca del piano y lo miró mientras encendía el mechero.—¿Desde cuándo tocas?

Nathan ni siquiera lo miró, absorto como estaba en devorar cada nota.

—Desde que estuve en el centro psiquiátrico —contestó—. Tenían un programa de música bastante decente. ¿Hay algo que quieras oír?

—La verdad es que no sé mucho de música —dijo, decantándose por la opción de que fuera él quien decidiera. Sin embargo, cuando estaba a punto de decírselo, sintió una punzada en la memoria que le hizo detenerse y sonreír levemente, porque no entendía cómo no se le había ocurrido antes, al ver el piano—. Aunque... espera, sí que hay algo. Hay una canción que escucho muy a menudo, aunque no sé de quién es. —Se levantó y cogió el móvil del abrigo. Recordó entonces, también, que aún no había llamado ni a Ángela ni a su madre. Aún así no se detuvo hasta no encontrar una melodía que, llamada "pista 22" vibró a través del altavoz.

La canción duró apenas unos minutos. Las notas que arrastraba a través del silencio estaban llenas de una dulzura indescriptible, así como de una profunda tristeza. Aun así, había tanta belleza en ella que ninguno de los dos dijo nada... aunque fue por motivos bien distintos: James porque aquella música le arrullaba desde hacía unos cuantos años y le tranquilizaba, Nathan porque esas mismas notas le decían otras muchas cosas que jamás creyó que sabría.

—¿De verdad no sabes de quién es? —preguntó él, con una sonrisa tensa y muy leve.

—Pues no. Ni soy un estudioso de la música clásica ni Google ni Shazam me la reconoce. Así que la tengo guardada en cuarenta sitios diferentes para no perderla. ¿Tú sí sabes de quién es?

Como respuesta, Nathan se giró hacia el piano y presionó las teclas con infinita suavidad, aunque sus gestos eran más rígidos que de costumbre. La conocida como "pista 22" surgió de las cuerdas incluso más nítida que en el móvil de James. Duró un poco más que la grabación y cuando el sonido murió en brazos de un denso silencio, el intérprete contestó, con un hilo de voz.

Shazam no te la va a reconocer, tienes razón —admitió y apartó las manos del piano—. Esa canción... se la envié a tu madre en dos mil ocho, cuando cumpliste los veintidós. Nunca me dijo que te la hubiera entregado, así que... —Se detuvo al ver su alarmante palidez y suspiró—. Siento haberte jodido el recuerdo, pero creí que sería mejor que supieras la verdad. Para que no hubiera malentendidos.

Y vosotros... ¿cómo os conocisteis?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora