Capítulo VI, parte III

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—¿Señor Taylor?

La voz del psicólogo hizo que el militar apretara más los dedos en torno a la barandilla de hierro que había en su terraza, a unos ocho pisos del suelo. La altura se le antojó ridícula en aquellos momentos, aunque quizá fuera porque la maría que se había fumado poco antes aún estaba colocándole.

—Doc —murmuró—. Necesito su ayuda. Ahora —añadió, mientras se forzaba a echar su cuerpo hacia atrás y no hacia adelante, como realmente deseaba. Algo en su voz debió dejar entrever la desesperación de sus pensamientos, porque escuchó a Michael levantarse a toda prisa.

—¿Qué...? ¿Qué pasa, hijo? ¿Cómo puedo ayudarte?

—Tengo miedo —dijo, en voz muy baja, mientras miraba de refilón la inmensa caída libre que tenía frente a él—. Tengo miedo de mí mismo. De lo fácil que lo veo todo ahora mismo —confesó, con un hilo de voz—. Solo tengo que saltar...

Michael se envaró en cuanto escuchó a James confesar su intención de suicidarse. La piel se le erizó desagradablemente y los resquicios de paz que le había otorgado el sueño se desvanecieron rápidamente, con cada parpadeo.

Tomó aire y cogió un cigarrillo del bolso de su mujer, a pesar de que su hija estaba despierta en el salón. Lo encendió y se dejó caer en el sillón del pequeño despacho que tenía junto a la habitación.

—James —lo llamó, al cabo de un segundo—. Necesito que solo me hagas caso a mí. Quiero que me prestes toda tu atención, ¿de acuerdo?

Diez segundos después, él contestó con un quedo "sí", que apenas tuvo voz.

—¿Qué ha cambiado, James? ¿Qué es diferente a ayer?

—Estoy muy colocado. —No especificó qué se había metido porque, sinceramente, no lo recordaba, aunque tampoco tenía muchas ganas de contar cada uno de sus errores de esa noche. Aun así, los resquicios de su fuerza voluntad le obligaron a seguir hablando sin soltar la barandilla—. Mi novia no quiere saber de mi. A mi madre la van a trasladar a Valencia. Nathan me chantajea. No sé si cuando se me acabe la baja seguiré teniendo trabajo. Y tengo sueño, pero cuando cierro los ojos solo le veo a él —enumeró y apretó los dientes con fuerza—. Joder, qué cansado estoy...

—Escúchame. Ahora mismo no estás solo, ¿comprendes? Estás hablando conmigo. Y voy a seguir haciéndolo hasta que te des cuenta de que no necesitas hacerlo para darte cuenta de que quieres seguir vivo. Dime, James, ¿quieres hablar de lo que ha pasado?

—¿Qué va a pasar, doc? Que ninguno de vosotros me entendéis. Que, como Ángela, pensáis que esto tiene solución. Que contándoos lo que me pasa me sentiré libre como un pajarillo arcoíris que vivirá feliz en el mundo de yupi. —No ahogó el tono acusador de sus palabras, como tampoco lo hizo con la profunda ironía que destilaban—. Porque el mundo no es de color de rosa, ¿sabe? —Chasqueó la lengua, apretó los dedos con más fuerza y gruñó—. No. Claro que no tiene ni idea. No ha visto lo que yo. ¡Por eso no puede curarme! No puede ayudarme, joder...

—En eso no estamos de acuerdo. Y pienso que, si de verdad creyeras eso, no me habrías llamado a mí. —Sonrió a duras penas, se masajeó el puente de la nariz y continuó hablando, siempre intentando mantener un tono de voz tranquilo—. Y eso te hace valiente, James, ¿no te das cuenta?

—Si fuera valiente ya habría saltado —murmuró él en contestación, con los ojos cerrados y las rodillas dolorosamente temblorosas—. Aunque no es la primera vez que lo hago, ¿sabe? Ya sé lo que se siente al no tener nada que perder... ni suelo bajo los pies.

—Si fueras tan cobarde como crees... no me habrías llamado para que te lo impidiera. Dime algo, haz el favor. Háblame de las cosas importantes de tu vida. Sean las que sean.

Y vosotros... ¿cómo os conocisteis?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora