9. El juego

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Todo brilla: las sábanas, la almohada, mi vestido desparramado sobre el suelo

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Todo brilla: las sábanas, la almohada, mi vestido desparramado sobre el suelo... y yo. Me gustaría decir que me arrepiento, pero imágenes flashes de la noche anterior se me vienen a la mente, y de inmediato una corriente atraviesa mi cuerpo. Aprieto mis piernas entre sí. Debería haberme resistido a Alan, haber erigido una pared entre los dos. Limitarme al trato profesional o de familia... ¿pero por qué con él me siento bien? No hablo solo del sexo, sino de la conexión. Me siento en un lugar seguro, aunque a su al rededor todo parezca retorcido.

Quizás debe ser porque Alan me gustó tanto tiempo hace años, que de alguna u otra forma, su imagen se me hace familiar, intima.

Me refriego la cara con las manos. Lo familiar y lo intimo lo debería tener —o al menos aparentar tener— con Josef.

Mi mirada se desvía hacia la caja de celular sobre la mesa. No sé si me agrada la idea de que me haya comprado algo, pero si ya empiezo a enojarme por todo lo que no me gusta, seré más infeliz en esta situación. Aunque igual me siento algo culpable de no... de no haber llegado a cenar con él. Estamos los dos metidos en esto, lo menos que podemos hacer es hacer que funcione para que cada uno pueda seguir con su vida.

A las 7:30 am salgo de la habitación decidida a ordenar mi vida, comenzando con dos puntos esenciales: quiero trabajar y así poder seguir con mis cafeterías, pagando el arriendo con mi salario.

Lo primero que veo al girar por el pasillo son los ojos intimidantes de Josef asomándose por sobre su celular. Lo baja lentamente y me queda observando confundido, como si se estuviese preguntando quién soy y qué rayos hago en su casa a esta hora de la mañana.

Los nervios me atrapan, no estaba preparada para encontrármelo tan temprano.

—Estoy sorprendido —murmura, volviendo su vista al celular.

—¿De qué?

—De que te hayas podido sacar todo ese brillo. Aunque te queda un poco en la rodilla derecha —agrega con cierta aspereza, bebiendo un sorbo de café. Sigue sin mirarme.

Veo algunas manchas brillantes en el suelo y de inmediato me arde la cara de lo roja que debo estar. Me acerco a la mesa, tratando de hacerme un poco la desinteresada con la situación llamada: me tiré a tu hermano en una tina de brillos.

Poco me dura mi actitud, porque Alan aparece desde la cocina con un pan en la boca. Viste casual, usa una camiseta blanca, una chaqueta azul marino a juego con los pantalones que se van estrechando a medida que llegan a los tobillos. Sus zapatillas blancas son el toque final al look. No le veo siquiera un brillo.

—¿Estás lista? —pregunta como si nada. Se lame los labios sin quitarme los ojos de encima. Sabe que solo yo lo estoy mirando. Trago saliva, y no entiendo cómo tengo tantas ganas de que avance hacia mí y me suba el vestido sobre esta mesa. ¿Estaré igual de loca que él?—, ¿Por qué estás tan roja, Vania? No hace tanto calor, ¿o sí? ¿Qué opinas, hermanito? Quizás tu esposa tiene fiebre —inquiere, esbozando una sonrisa arrogante.

Lo que hicimos anocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora