Capítulo 24

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Julio 1995


Juan Manuel Estévez era precavido. Tanto como podía con dos hijos -de casi cinco y cuatro años- que todavía le robaban horas de sueño, madrugadas entrecortadas, gripes y ataques al hígado dos por tres. Ese día hacía frío, pero sabía que exageró con todo el abrigo que le había puesto a Santiago. Remera mangas cortas, otra de mangas largas, un buzo de algodón, otro de lana, un chaleco y por último una campera rompe-viento. Sin olvidarse de la bufanda, el gorro y un piloto de muchos colores que junto a unas botas largas y amarillas lo protegían de la lluvia. Le daba gracia verlo caminar con las extremidades extendidas porque tanta ropa no lo dejaba andar con soltura. Ya tenía a Valentina con fiebre y moco, no podía arriesgarse a que se le enfermase la otra criatura. Solo porque la menor se sentía mal se había decidido por llevar a su hijo al jardín con ese tiempo. Lluvioso, ventoso y frío. De todos modos, a Santiago le gustaba ir los días así. Juan estaba seguro que el motivo era la poca concurrencia y con ello el niño -un tanto autoritario y caprichoso – podía imponer sus juegos con facilidad.

—Mijo, cuidado con los charcos y las plantas. Te vas a mojar mucho —le advirtió cuando el nene salía de unos matorrales que tenía el frente de una casa.

—¡Está bien, papá! —le dijo y le sonrió muchísimo como de costumbre para manejar al hombre y sus restricciones.

—Pero qué cosa, Santi, será posible, mijo... —lo regañó con formas blandas al niño que aterrizó en una baldosa rota que lo empapó entero.

A Juan Manuel le resultaba imposible no ceder ante cualquier cosa que realizara el niño. Santiago era su debilidad, por la conexión que tenían, por la devoción que el niño le guardaba, la mirada cargada de admiración y de ternura. Era la viva imagen de Liliana y ya se podía ver la semejante inteligencia de su mujer. De él mismo le encontraba su seriedad extrema -esa que solo borraba con la gente que le producía confianza-, las formas estructuradas para todo y lo metódico que era hasta para guardar un juguete. Lo observó de lejos con orgullo de padre y con el corazón estremecido.

A veces cuando hacía un párate no podía creer lo que habían logrado con su mujer. La casa, el auto, los dos hijos, que ella fuera feliz en el trabajo que había ideado desde que se recibió de administradora con todo el esfuerzo del mundo. Él, en cambio, seguía de repositor en el supermercado donde se habían conocido. Priorizaron que Liliana por tener más habilidad para las cuentas, para el estudio, por su promedio altísimo que le facilitaba el acceso a la facultad terminara la carrera de Administración de Empresas. Confiaban que cuando los chicos crecieran él le seguiría los pasos. Mientras tanto se conformaba con lo que disponía que le parecía un montón. Tenía una familia hermosa, salud y trabajo.

—Papi, cerrá los ojos que tengo algo para darte —le dijo con el puño escondido atrás de la espalda —Cuando veas, no vas a poder creer, mirá lo que te digo —se alegró cuando notó la risa del padre entre las manos que le tapaban la cara. A Juan le daba risa cuando notaba que la criatura le copiaba frases que decía él o Liliana y trataba de ubicarlas en cualquier contexto.

—A ver... —dijo y cuando abrió los ojos vio la mano sucia del nene que apretaba un puñado de hojas y las pocas flores sobrevivientes del invierno a modo de ramo. El esmero lo conmovió —¡Qué hermoso! ¿Para quién es ese regalo?

—Son las más hermosas del mundo, ¿viste? Y son para vos, papi —le aclaró como si fuera lo más obvio.

—Qué personaje que sos —se rio y le dio un beso sonoro en la frente —Che, campeón, las llevo a casa y las ponemos en un florero o te la podés quedar vos y se la das a alguna nena que te guste, ¿eh?

Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora