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Se despertó sin sueños ni pesadillas. Trató de moverse, pero no pudo y eso que sentía el cuerpo de plumas, ligero, sin cargas. Estaba boca arriba, levantó la mano como si fuera capaz de tocar el techo, entrecerró los ojos para focalizar bien en la araña que siempre estaba en el mismo rincón de las alturas, simuló que la apretaba con los dedos, aunque la veía borrosa. Se rio, no podía creer lo de esa madrugada, y la risa le salió áspera por todo el tiempo que había dormido. La carraspera hizo que Perri se removiera apenas entre sus piernas y Sebastián se le acurrucara más en el pecho. Tenía la cabeza del rubio en su hombro, uno de los brazos le atravesaba todo el torso y una pierna le descansaba encima de la ingle. Se movió un poco para mirarle la cara sin miedo a los bochornos, a los chistes que lo hacían ponerse rojo, al temor porque alguien lo pescara con aquellas expresiones embobadas mientras miraba a un varón.
Le pidió perdón a Perri que trinó un poco ofendido cuando se lo sacó de entre sus piernas. Quería mirarlo bien y de costado al chico que tenía al lado. Al pibe con el que nunca se imaginó tan lejos porque los escenarios más tristes e imposibles le espantaban las alternativas buenas que eran pocas. Apoyó su mano en la mejilla tibia del chico, le acarició la boca apenas entreabierta con el dedo pulgar. Le dieron ganas de llorar de verlo ahí. Dispuesto a la nada, entregado a un abismo sin futuros ni presentes. Entre sus propios dedos le sobresalían los pelos medios castaños y que según cómo les daba el sol parecían rubios, unos hilos bien dorados le otorgaban ese efecto. Le gustaba ese efecto.
Se limpió las lágrimas mientras lo imaginaba lejos y a él solo, sin nadie, ni mujeres ni hombres, mucho menos mujeres. Se odió por sentir como sentía, se preguntó cómo siempre por qué no era como el resto, por qué su cabeza y su cuerpo funcionaban de la manera en la que funcionaban, por qué ese funcionar lastimaba a Liliana, al padre de Sebastián, a los vecinos del barrio, a los conocidos de por ahí y de por allá. Pero no lo quería lejos, lo quería todos los días así en su colchón de abajo o en su colchón de arriba, pegado, bien pegado. Estar como estuvieron en la madrugada todas las veces hasta perder las cuentas, hasta que el cuerpo se le desgranara, hasta que Sebastián se volviera humo. Le agarró el brazo y obligó a ese cuerpo inerte que lo abrazara, no lo despertó, pero el rubio entendió el movimiento y lo apretujó contra su pecho. A Santiago le pareció un buen lugar para llorar con fuerzas, pero controló los espasmos.
«Por qué sos tan frío, tan, tan así, tan vos, si fuera por mí viviría abrazada, todo el tiempo acurrucada con vos, pero nada, sos más tosco», tenía la voz de Pilar todavía en los oídos. Hasta la podía ver, en su pieza, con gestos tristes, con la pose herida, con la mirada angustiada. Él se había convencido que no le gustaba eso de estar todo el día entre abrazos, que odiaba a Mateo porque a cada rato le daba un pico tras otro a Candela, que odiaba al Agustín por treparse a Valentina y reclamarle gestos del amor, que odiaba andar a los besuqueos con Pilar, que odiaba, que odiaba. Que odiaba. Qué odiaba. Todas las respuestas se las dio una misma persona. Apretó la cara con fuerza contra el pecho de Sebastián. Era tanta la ansiedad, el desborde, lo que le fascinaba y odiaba al chico que hasta le daban ganas de morderlo, pero se contuvo.
En cambio, continuó con aquel restriegue en aquellas telas perfumadas con el aroma del mejor. «A mí sí que me escucha Papá Noel», pensó y fue la primera vez que le salió regocijarse a consciencia. Fantaseó con la idea de soltarle a esa Tamara que tenía prohibido hablar de esa manera y de ese chico en su casa y en todos los lugares. Se asustó cuando se escuchó como un dictador. Nunca le había pasado. Se despegó un poco, levantó la cara y lo miró con rabia. «Qué tipo de brujería hace este estúpido», habló consigo mismo y lo detestó en silencio. Al final optó por darle un beso y otro y después otro y más tarde otro hasta que lo despertó. Eso quería.
Después que los dos se lavaron las caras, los dientes y se despabilaron un poco, Santiago se quedó tranquilo cuando vio que su mamá ya no estaba y que su hermana y el novio seguían en la pieza de ella entre cuchicheos y risitas. Revoleó indignado los ojos, pensó que qué pelotuda se volvía Valentina cuando andaba el Agus cerca. Insoportables. Unos tarados.
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Detrás del odio
RomanceEn la provincia de Entre Ríos, Argentina, Santiago y Sebastián han compartido trece años de amistad en el mismo grupo, pero también una rivalidad extrema que parece inexplicable. En realidad, detrás de su constante antagonismo, ambos ocultan un sent...