Capítulo 19

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Por primera vez se sintió contento de llegar a su casa y que se hallase vacía. Ahora que tenía a alguien para compartir su mundo solitario no le importaba el eco de la casa, el olor a limpio extremo, el polvo que se pegaba a todo por la ausencia de movimientos. Se metió en su pieza con un ánimo renovado, abrió la caja y miró paciente como el animal diminuto investigaba la pieza con cautela y miedo. Le dio gracia como todo resultaba enorme y desproporcionado en comparación de aquel gatito de apenas veinte días. Se rio un poco cuando tuvo que ponerle la comida, diluida en aceite por recomendación del veterinario, en una tapa de mermelada porque el pote destinado a la alimentación de Perro parecía un balde enorme.

Después de un rato de mirarlo embobado y fascinado con cada saltito o piñas a la nada misma, sacó su guitarra y se puso a tocar lo primero que se le vino a la cabeza. Un tema bien bajonero de Los Piojos que le encantaba. Ese que le pedía a una tal Dolores que no llorase tantas veces como lo permitía un estribillo. Los acordes lentos y tranquilos funcionaban para no asustar al gatito que no podía concentrarse en otra cosa que no sea en los dedos de Sebastián, dispuestos de manera armónica y prolija en cada cuerda del instrumento. Cantó y tocó sin moverse mucho después de subir a Perro a la cama. Sonrió apenas sin perder el hilo de las notas y del tema cuando vio como el gato se trepó con gran dificultad a una de sus piernas y se acurrucó en lo alto de su rodilla. Parecía un colchón enorme para el cuerpo ínfimo del animal blanco y negro.

—Si viene y entra por esa puerta, ay, yo me muero... —le cantó al gato que ni siquiera lo miró, ya demasiado dormido para prestarle atención a algo —Perri, mirá que no le estoy cantando al pajero ese que nos cruzamos hoy, eh. No pienses cualquiera —dijo y le resultó chistosa la conversación que mantenía con la nada pero que ahora podía destinarla a alguien en concreto.

Al contrario de lo que había vaticinado su padre, no dejó de maravillarse ni a los cinco minutos por su mascota. Pasaban las horas y más se convencía de faltar al otro día a la escuela. De invitar más a sus amigos a la casa porque ni en pedo dejaba solo al bicho, de que durmiera siempre en su rodilla cuantas veces quisiera, que usara, como él, aquel cuarto como trinchera, como barrera para protegerse y alimentarse de esa soledad espantosa que sentía desde siempre en su casa. Un poco culpable se notó al caer que Perro iba a pasar muchas horas solo, las mismas que soportaba él cuando sus amigos no salían a su rescate. A pesar de saberse egoísta, volvió a sentirse afortunado por compartir los silencios con alguien que no sea la presencia esporádica de Sol, de Agustín y de Ofelia, la señora que una vez cada tanto se aparecía para limpiar la casa.

Por primera vez le pasaba que se percibía cómodo en su espacio, con la música que le gustaba, su guitarra en mano y entre mensajes que le mandaban sus amigos o Sol, que también era un poco amiga y otro poco tantas cosas por compartir mucho beso, mucho garche y charlas que lo entretenían. El ronroneo bajito y que nunca paraba de Perro fue el componente fundamental para pensar en aquella noche como ideal.

No pensó nunca en la reacción de Joaquín porque le parecía un desperdicio innecesario de tiempo. No acostumbraba a anticiparse a las desgracias o las escenas estresantes que tanto le gustaba protagonizar a su padre. En esas a Sebastián le copaba tomar un papel silencioso, entre las sombras, llamarse al silencio porque sabía que su voz en la familia no significaba nada. Se quedaba ahí sin pronunciarse y ganaba sus batallas sin decir una sola palabra y si lo hacía era para dar una puñalada final y así reforzar el triunfo o perder lo poco que había conseguido.

Cuando oyó la voz de Joaquín mortificada y sacada, Sebastián se dio cuenta de dos cosas, que hablaba por teléfono y que la merecedora de los gritos y las puteadas era su vieja. El chico sintió un cansancio inmenso cuando entre retazos de gritos se dejó escuchar su nombre y la llamada que había interrumpido el trabajo de Esmeralda. Las culpas se tiraban de un lado a otro y Seba lo supo por los reproches que vociferaba Joaquín. «Después de todo yo nunca quise tener hijos, fuiste vos la que rompiste las pelotas y ahora me dejás todo el quilombo a mí, qué fácil ¿no?», el pibe ni siquiera se gastó en avisar que se hallaba en su cuarto y que escuchaba todo. Siguió con su guitarra y concentrado en las orejas de Perro que se movían en la dirección de los gritos, pero muy lejos se hallaba despertarse. A Seba le pareció que comenzaba a establecer una mimética hermosa con aquel hijo peludo que había adoptado.

Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora