Capítulo 6

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1998


Liliana retorció el repasador que tenía en las manos con fuerza para secar el cuarto plato por inercia. El reflejo de la porcelana blanca le devolvió una mujer amarilla, flaca y con ojeras inmensas. Le dolió pensar que en poco tiempo el cuarto plato iba a ser impensable. Innecesario. Tres. Tres contra el mundo y basta. No estaba preparada para lo que se venía. No quería estar preparada para lo que se venía y eso era diferente. De un momento a otro se sintió sola, solísima. Cómo era posible tanto bajón, cómo era posible cuando seis meses atrás eran la familia más feliz del mundo. Los indestructibles hasta que algo en el mar de células que componía el cuerpo del hombre que amaba se le había dado por funcionar mal.

Fue todo tan rápido que Liliana se las arregló para enojarse, enloquecer, gritar, detestar, llorar, buscar soluciones imposibles, rezar a dioses de procedencias lejanas y diversas en todo lo que la anatomía del hombre se empeñaba en soportar. Ahora su cabeza se reducía en cómo informar con tal contundencia a sus dos gurises. Si ella no estaba preparada para despedir a Juan, poco sabía cómo lo iban a estar Vale de siete y Santi de ocho. «Igual y los nenes están primero, siempre primero», se dijo en tanto se secaba las manos huesudas, pálidas y lánguidas. Se acordaba muy poco de los tiempos en los que tenía apetito y el estrés no la reventaba a tiempo completo. Desde que su marido se había enfermado, Lili se puso en último lugar y pensó en todos, al punto de olvidarse de ella.

No entendía cómo alguien podía deteriorarse así en tan poco tiempo. No entendía como Juan era aquel Juan. Ese tirado en la cama, sin color, más esquelético que ella y con el duelo en carne propia. Aquel día el doctor les informó que debían pasar de la etapa de tratamientos para combatir el cáncer, arraigado en su sangre, a formas de vapulear los dolores. Buscarle la mayor dignidad a lo que se le venía. Así sin más, sin tantas perífrasis de por medio. Sin tanta cosa, Liliana se sintió en el medio del dolor de todos y con la tarea fija de postergar el suyo para después.

Le dolía dormir en su cuarto, le dolía que ese fuese su marido. Le dolía la amargura de Valentina y la bronca de Santiago, quien perdía los pocos tiempos que le quedaban con su papá en ignorarlo, contestarle mal y alejarse cuánto le era posible. No lo miraba a los ojos, no lo hablaba, no lo aceptaba enfermo. «Tu chico no puede entender que su referente, ese al que todavía lo ve como un Dios, su superhéroe esté así. No lo puede ver en papel de víctima, de frágil, de destruido», eso le explicó el analista que había consultado de enterarse de lo de Juan.

—Mami, te ayudo a guardar los platos —dijo Santiago apenas la vio a la mujer entre utensilios y bostezos —Dormí la siesta con aquel otro —le indicó serio, enojado, pero bien sabía Liliana que se hallaba más preocupado y triste de lo que sus cejas fruncidas se lo permitían.

—Amorcito, por qué no vas vos a dormir siesta con papá. Yo hoy me pedí el día en la ofi así que tengo tiempo de sobra —le indicó la mujer que trabajaba de administrativa.

—No quiero. Todo el día se la pasa quejándose, al final para qué va al doctor si no le hace nada —se empacó mientras agarraba los platos con sus manitos diminutas —Cuando vamos con Vale a ver al doctor nos ponemos bien en seguida y él nada... siempre mal, todo mal —dijo y se pasó rápido la manga del buzo por la cara cuando se agachó para guardar el plato. No quería ponerla triste a su madre.

—Pipi... papá tiene...

—Ya sé, lo mismo que la mamá de Pablo, pero papá no es la mamá de Pablo, porque no le va a pasar nada... —se enojó de solo acordarse de que con sus amigos fueron a saludar a su compañero el día que falleció la mamá. Santiago no estaba tan seguro de lo que decía, sobre todo cuando sintió que Liliana lo agarraba de la mano para que se sentase en una silla, fue ahí que le empezó a doler la panza y el pecho —¿no?

Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora