Ese lunes Santiago se levantó más temprano, desayunó antes y se fue solo a la escuela. No quería cruzarse a sus amigos o saber que estos no lo iban a pasar a buscar. Prefería escabullirse antes que aclarar las cosas con estos o pedir disculpas. Tampoco tenía ganas de hablar con su hermana. Se sentía incomprendido y solo, sin embargo, pensar en un cambio para su situación suponía un desahogo verbal o comentar algunos problemas que tenía y aquello era lo más impensado. «Ya se me va a pasar, ya me voy a sentir mejor», se dijo para sí mientras caminaba por una calle todavía oscura y de pisos mojados por el rocío.
Cuando llegó a la escuela se hallaban solo los porteros y celadores, el olor a tiza y perfumina para el suelo fue lo primero que lo envolvió apenas transitar los pasillos de color cemento y pisos de mármoles blancos. Se sentó sin dramas en el segundo banco de la tercera fila en un aula habitada solo por palomas que se guarecían en las ventanas rotas. Repasó mentalmente todos los trabajos y tareas que tenía para esa semana, los había hecho a todos. Mientras más enquilombado se sentía más obediente y puntual se tornaba con sus obligaciones. Su mente se vaciaba de responsabilidades para darle tiempo a pensar en Pilar, sus amigos y las piñas que le había dado a Sebastián.
Santiago tuvo un finde semana entero para pensar en el pibe. Ya podía admitir que un poco se sentía culpable, aunque tampoco demasiado. Continuaba resentido por los chistes infinitos del chabón, pero no tanto como antes. Le dio bronca que la directora le contó solo al viejo del rubio sobre el porro y el alcohol y a su mamá no. Si bien tenía conflictos, y muchísimos, con el pibe esa diferencia marcada de Susana Goya le resultó repugnante.
Sabía que era por su promedio, por la bandera y porque junto a Tomás dejaban bien parada a la institución en las olimpiadas de matemática. Premios que para ambos pibes no significaban más que una medalla, pero para la escuela era plata que ingresaba, destinada en materiales académicos o para mejorar las instalaciones del establecimiento. Comprendía a la directora, pero eso no significaba que compartía su parecer, por encima de todo cuando vio como reaccionó el hombre con su hijo.
Sacó su celular y pensó qué tan pisoteado quedaba su orgullo si le mandaba un mensaje al chabón, para saber cómo estaba o decirle para hablar. No tenía ganas de ninguna de las dos cosas, pero sentía que eso era lo correcto. La llegada de varios compañeros como así también de sus amigos, le interrumpió el impulso de enviarle algo a Sebastián, pero por otra parte le incrementó cuando notó que entre su grupo no estaba. Observó, sintiéndose alejado y dejado aparte como Franco se sentó incómodo al lado de Agustín. La distancia del morocho le dolió más que la de cualquiera.
De lejos vio como Tomás y Mateo hacían la suya también y no lo involucraban en nada. Cada tanto el Colorado hablaba con Candela y se reían de asuntos que solo debían saber ellos. Ese detalle le recordó a Santiago que esos dos se iban a ver el sábado para estudiar Educación para la Salud. No sabía cómo le fue a Mateo, le hubiera copado que su amigo se lo contase, pero nada, también para eso lo ignoraba. De nuevo, se concentró en su celular, la ausencia del rubio un poco lo asustaba. ¿Tan mal estaba que se había ausentado?
No se animaba a preguntarle a Agustín, estaba seguro que de haberle pasado algo grave por sus piñas se lo iban a contar, aunque sea para putearlo hasta en lenguas muertas. Sin embargo, esa idea no lo dejó tranquilo. «Ya fue», pensó y a las apuradas le escribió un mensaje para saber si estaba todo bien. Su cara se enfurruñó el triple cuando el tiempo pasó y no le llegó ni siquiera una respuesta escueta, al mejor estilo del rubio. Nada. Intentó concentrarse en lo diferido del pizarrón y el material excesivamente diferente que impartía Patricia Galli. Un gráfico de la célula por un lado y los diferentes datos que ofrecía un examen de serología completo, por el otro.
Rellenó su carpeta de diferentes enfermedades de transmisión sexual dictadas por la docente hasta que lo vio llegar, dos horas después de la estipulada. Los moretones de sus pómulos se veían tenues y ya se había sacado las gasas. Llevaba el uniforme desprolijo y con la corbata verde bien floja, calzada así no más. Santiago lo notó más serio e inexpresivo de lo normal, aunque de lejos pudo ver como una puteada se le escapó imperceptible para todos, menos para él. Se dio cuenta de los enojos del chabón cuando percibió que el único lugar vacío en el aula era a su lado.
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Detrás del odio
RomanceEn la provincia de Entre Ríos, Argentina, Santiago y Sebastián han compartido trece años de amistad en el mismo grupo, pero también una rivalidad extrema que parece inexplicable. En realidad, detrás de su constante antagonismo, ambos ocultan un sent...