Capítulo 39 parte 3

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***

Primero, compró las gaseosas y las papas fritas, luego fue por el perdón y el permiso de la docente. Cuando Santiago le contó donde lo encontró a Sebastián y que estaba mal porque se llevaba pésimo con el padre por vaya a saber qué y cuántas cosas, quiso organizarle algo con todo el curso para cuando llegase. «Pero, pará, bola, que ni siquiera sabemos si va a aprobar», trató Tomás de aminorarle el impulso a la mala organización de Agustín. Tarde, cuando pretendió calmarle las buenas intenciones ya le había pedido plata a todo el curso.

—Mirá si va a desaprobar el salame este —dijo Agustín porque de todos era el que más confiaba casi sin ningún fundamento en su amigo más cercano.

La primera en cansarse de las súplicas y los espamentos fue la profesora. Ya ni tenía fuerzas para ignorarle los ruegos, las promesas, los rezos, cómo se pasaba el dedo índice por la boca para jurarle y perjurarle que apenas llegase el compañero, que no hacía absolutamente nada en ninguna de sus clases, festejaban un ratito el triunfo, en silencio y nada más. Si es que existía la condecoración.

—Digame, profe, lo que quiera comer o tomar y se lo compramos con los gurises, mire toda la plata que juntamos, eh, vio, unos genios estos tipos. Unos genios somos. Un aplauso para la banda que se puso la causa al hombro —arengó y todo el curso estalló en silbidos y aplausos.

—Andá a tu asiento —le ordenó la maestra mientras miraba la gorra de lana que el adolescente revoleaba ante sus ojos engrosada por todas las monedas y billetes mínimos recaudados. Quería ocultar la ternura que le generaban.

—Ah, profe, no se ponga ortiva, dele, dele que un ratito no más. Mire, yo le cuento como podemos hacer, mientras el Seba está rindiendo nosotros acá seguimos haciendo las actividades y cuando él llegue, festejamos un toque no más, así, mire, así de chiquito —trató de convencerla mientras le mostraba con sus dedos proporciones ínfimas incapaces de contabilizarse ni por las matemáticas más exactas.

—Un rato, pero con la condición que ahora se pongan todos a trabajar en silencio —sentenció con la autoridad estropeada por la fatiga y por la insistencia de treinta adolescentes encerrados en un curso —Y cuando llegue el compañero con el resto, andá a comprarme un agua saborizada. Necesito un poco de azúcar que con todos los gritos de ustedes se me estalla la cabeza.

—¿No quiere que vaya y se la compre ahora, profe? —intentó negociar para salirse un rato y ver cómo iba a el examen.

—No me tome el pelo, quiere. Sentate, esperá tranquilo y callado en el banco —le ordenó alternando entre voseo y formalidades porque ya no sabía en qué idioma ni persona gramatical lograr que le hiciera algo de caso.

—Listo, profe, una tumba, no se diga más —cerró el trató y se giró para comandar y silenciar a todo el curso alborotado. Cada tanto miraba el celular para saber si le llegaba algún aviso de Santiago o Candela que esperaban afuera del salón donde rendía su mejor amigo. Envidió a los dos pibes que por sus notas tan altas podían convencer a los docentes de salirse de las clases sin tantos ruegos ni pucheros, ni súplicas varias.

***

Un cabo tras otro se le ataba a medida que pasaba el tiempo. Poco a poco todo empezaba a tener sentido. Se sacó la bufanda y la estiró en el piso para sentarse allí y amortiguar el frío que emanaba del suelo. Odiaba que la hicieran ir de pollera en pleno invierno. Se cerró la campera de polar verde hasta el final para protegerse el cuello. Frotó las manos una contra la otra y maldijo el frío endemoniado que siempre sacudía la escuela de techos tan altos, de paredes gruesas y de cemento antiguo.

—¿Querés que te busque una silla? —le preguntó Santiago que la veía de refilón retorcerse incómoda.

—No, tranqui —dijo y siguieron los dos con la mirada anclada en un punto inexacto que podía ser la pared, las ventanas o el paisaje nublado y sin gracia que mostraban los vidrios sucios.

Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora