Playa Brava, Punta del Este, Uruguay 1994
Incluso en pleno enero pensó que no estaba para meterse. El sol ardía lo justo y necesario, pero el agua helada y las olas violentas. Estaba acostumbrada a las insolaciones que se agarraba en plena capital cuando hacía trámites por el centro. La gente, el pavimento, los edificios encerraban el calor y quemaban a los que quedaban adentro. En Entre Ríos no eran las calles de cemento ni los departamentos, pero los cinco ríos que rodeaban la provincia generaban una burbuja de humedad que transformaban el territorio en un sauna: por eso el calor aguado, por eso la lluvia y las inundaciones constantes, por eso las alergias y la baja presión que la perseguía por todos lados. El invierno tampoco le gustaba allí. La humedad -se le metía por los huesos- y los cero grados -con esa llovizna eterna que se pegaba a las paredes, a los pisos, a la ropa- convertían la ciudad amada de su marido en el infierno helado de Dante. Se le pasó por la cabeza decirle a su esposo para vivir allí, montar los estudios en tierras uruguayas. Buscar una zona neutral y de paz entre los intereses y caprichos de ambos. Él odiaba el tumulto de gente, los bocinazos, las colas largas para cualquier trámite, las cinco o seis construcciones que se anidaban en cada manzana, y ella las horas dormidas de la siesta, las miradas de los pueblerinos, la falta de teatros, de cines con funciones varias, de recitales, de eventos culturales que a la capital le sobraban por todos lados.
A lo lejos y entre las olas lo vio y tan pronto como se fijó en su marido se le fueron las ganas de proponerle cualquier cosa. Entraba y salía del agua con una facilidad que antes la cautivaba y ahora le parecía lo más superficial del mundo. «Es que una a los veinte se fija en esas cosas», pensó y se acordó que la primera vez que lo vio le gustó que era tan alto y mucho más que ella. Acostumbrada a que le dijeran que nunca iba a encontrar marido por medir lo que casi ninguna mujer en la Argentina medía. El metro noventa de Joaquín la eclipsó en seguida. Tenía el pelo que según como le daba el sol parecía rubio o castaño claro, la piel que se acomoda a la perfección al verano y llevaba encima la habilidad de cargar con simpleza la belleza que había heredado de su árbol genealógico. La boca fina y de labios rojos como si tuviera un invierno propio allí para él solo. La nariz como parte de su prole italiana. Esa rama que si bien le había aportado belleza - consideraba y enjuiciaba- le otorgó el don de enloquecer mujeres adonde fuera. Miró a su hijo que jugaba en silencio con una palita y un balde. Armaba castillos deformes y le ponía caracoles y ramas que encontraba por ahí. Ella estaba convencida que la criatura se quedó con lo mejor de cada uno y también con lo peor. Sebastián era idéntico al padre, a excepción de los ojos, que eran tan esmeraldas como el nombre de ella. Un lugar común que sus propios padres quisieron establecer, apenas Meme nació y se encontraron con los bochones oliva de recién nacida. También se quedó con los silencios y la introversión de ella. Lo miró con tristeza y lástima. Lo único que la hacía feliz era aquello que no le habían impuesto y su hijo, precisamente, era una imposición. Focalizó en todas las madres que paseaban con sus niños por la playa: tan jóvenes y felices. Ella se sentía vieja y triste. Todos los tratamientos -que hizo para poder tenerlo a sus cuarenta años impulsados por su familia y la de él- le pesaban en el cuerpo. Por suerte, desde que Sebastián nació su madre dejó de atormentarla por teléfono, su suegra también. Al igual que las vecinas -que le murmuraban cosas apenas salir de su casa-, las empleadas del estudio y sus amigas. Al igual que todo el mundo. Ahora luchaba solo con ella misma que se veía atada a algo que nunca había deseado y ella estaba convencida que su marido tampoco.
—Mami... —la llamó sucio con arena y erizado por el viento de la playa —Quiero ir al baño.
—Mirá cómo hace ese nene de allá. Hacé igual —le señaló uno que parecía de la misma edad que Sebastián, le mostró cómo se bajaba el short y orinaba a la orilla del mar.
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Detrás del odio
RomantizmEn la provincia de Entre Ríos, Argentina, Santiago y Sebastián han compartido trece años de amistad en el mismo grupo, pero también una rivalidad extrema que parece inexplicable. En realidad, detrás de su constante antagonismo, ambos ocultan un sent...