Capítulo 20

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1999

Lo entendió todo porque vio el proceso. La decadencia, la delgadez extrema. Las ojeras grandes, el dolor que lo atravesaba de punta a punta. Una rabia que venía de todas esas células que le funcionaban mal y lo carcomían por dentro. A lo último gritaba tanto que Santiago pedía por favor que listo, que basta, que ya estaba mientras se tapaba los oídos con las manos. Así fue. Un día la casa se llenó de silencio y un poco de paz sintieron los tres. Él tenía la sensación que se venía yendo desde hacía un tiempo, aunque poco sabía de dimensiones temporales. Por ese tiempo la vida le funcionaba en un aquí y ahora constante, sin embargo, llevaba encima el sentimiento de un presente eterno. La agonía del padre que parecía nunca terminar.

No lloró porque le enseñaron que los hombres debían permanecer inmutables ante el dolor. Aunque se moría de ganas. Pasaba que su papá había sido explícito y él desde siempre había obedecido a rajatabla lo que Juan le señalaba con firmeza. Era cierto que había cosas que no, por suerte su papá nunca iba a saberlo. Cerró con fuerza los ojos y trató de imaginarse a su Juan favorito. Ese que no se quejaba, el bien fuerte, de brazos firmes y que podía alzarlo de un tirón. Tenía la piel del color de los sanos, la sonrisa intacta, el pelo en toda la cabeza. Lo saludó apenas con la cabeza y Santiago se le prendió de la pierna, todavía con los ojos medios cerrados por el sueño. Alzó la cabeza para mirar a su padre afeitarse y al toque sintió que sus piernas se despegaban del piso. Se acurrucó en el hueco del cuello y el hombro y sin querer empezó a dormirse otra vez.

—No, no, pichón, no te duermas que en un rato nos vamos —le advirtió cuando notó la respiración acompasada del nene mientras hacía malabares para no cortarse con la gillette y sostener bien al hijo.

—No, no, pichón, no te duermas que en un rato nos vamos —le advirtió cuando notó la respiración acompasada del nene mientras hacía malabares para no cortarse con la gillette y sostener bien al hijo

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Santiago respiró con fuerza y se rellenó con el olor a crema de afeitar y el perfume del hombre. Se adormeció más todavía de solo sentirlo. Ese era el olor de la masculinidad intacta, el que lo llenaba de paz y bienestar. Miró por última vez el punto exacto en donde se congregaba toda la gente a consolar a la madre y mirar aquello que era todo menos su padre. Ya estaba, ese era el momento, pensó antes de pararse y pedirle a la mamá de Agustín que lo llevara con su hermana que desde un principio no había querido ir. A sus nueve años se despidió, en un silencio solemne cómo solo los hombres de verdad saben, de la persona que más había querido en todo el mundo.

***

2008

Se despertó un rato antes de que sonase la alarma como ya lo había predicho. Durmió entrecortado y con un sueño liviano que se le iba y venía por cualquier ruido. También por la clase de ese día y las medialunas que había hecho. Pensó mil veces en no llevarlas y dejarle todo a su vieja para que comiera de desayuno y merienda. Pensó también en tirárselas a la cara al gringo insulso, solo por empujarlo, sin saberlo ni pretenderlo, a cocinar unas giladas para compartir. Era porque se sentía culpable por las piñas, por las palabras hirientes, por los castigos que le había impuesto su padre. Pensó en tirar todo a la mierda y detestarse por sus impulsos que se le escapaban como el vapor de una olla a presión.

Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora