—Tengo que... tengo que contarte algo...
Allá a lo lejos y en lo más adentro de su cabeza podía escucharlo a Juan Manuel Estévez, las recomendaciones, la lista para un después que no tenía lugar para él y eso que era joven pero el cuerpo no le daba para más. Le pidió una vez, y Santiago la recordaba como la última, que se portase bien, que no hiciera renegar a la madre, que a Valentina no le faltase nunca nada, que confiaba en él, sabía que podía, era su orgullo. Un ejemplo, qué ejemplo. Un referente, el de los pasos a seguir, tan obediente, tan inteligente.
Lo recordaba con los ojos brillosos, marrones, enormes, pero sin pestañas porque la quimio se las había robado todas. «Cuidalas mucho a tu mamá y a tu hermana. Mirá que vas a ser el hombre de la casa». El hombre de la casa. El hombre. Ni una cosa ni la otra, al final. Pensó que ni las había cuidado ni protegido y todo lo que le generó a la madre fue tristeza, se angustiaba de solo saber que podía hacerle lo mismo a Valentina. Sin embargo, ya no tenía más espacio en su cabeza para seguir entre mentiras, para evadir las verdades, para escuchar cómo lo querían emparejar con amigas de su hermana, vecinas, conocidas, mujeres, siempre mujeres.
—De vez en cuando, cada tanto, muy cada tanto me veo con alguien —empezó a decir y no sabía cómo seguir y por qué había iniciado la charla de esa manera, con lo fácil que era admitir, como otras veces, que no le gustaban las pibas.
—¿Y qué tiene eso de malo? —le preguntó mientras veía como la cara de Santiago pasaba de blanca enfermiza a un rojo caliente. Otra vez los ojos se le pusieron bien aguados y una tanda enorme de lágrimas le mojó los cachetes. Seguía sin mirarla y mientras más pasaba el tiempo, todo tipo de panoramas se le ideaban en la mente.
—Que no es una chica.
—¿Cómo? —preguntó todavía con la mano bien apretada en la rodilla de su hermano que seguía sentado en canastita, con la atención en los puños de las mangas, y se sorbía el agua de la nariz.
Fue la primera vez que lo vio diminuto. Inseguro y con miedo ante el mundo. Pequeño, vulnerable como nunca. Aquella frase de pocas palabras le desató un pensamiento tras otro. Cada uno más inconexo que el anterior. Había imaginado todo menos aquello. Le buscó una de las manos y se la apretó fuerte.
—O sea, ¿qué es un chico? —trató de confirmar la obviedad porque seguía sin caer.
Lo vio asentir con la cabeza y le tiró fuerte de la muñeca para obligarlo a que la abrazara, necesitaba sacarse de la cabeza aquella imagen rota de su hermano, quería verlo fuerte como siempre sin esa vergüenza ni esa humillación y menos, pensó, cuando no debía, no tenía por qué.
—¿Lo conozco?
—Sí —dijo y soltó todo el aire que tenía adentro del cuerpo mientras apoyaba la sien en la coronilla de la hermana, presintió que, por el tono de la voz, Valentina no parecía asqueada ni enojada, aunque todavía no se animaba a asegurar nada.
—¿Quién es? —preguntó otra vez y se arrepintió —Ay, no, mejor no me digas. Yo adivino, dejame adivinar, soy re buena adivinando. Ya sé quién es, es obvio, re, además encajan, porque les gustan las mismas cosas —se convenció, aunque no veía las caras extrañadas que hacía Santiago —Tomás, es obvio, nadie se cree los de las olimpíadas, ni mamá y eso que era más nerd que nosotros. Además, que sepamos, nunca salió con ninguna chica, bah, creo que sí, no me acuerdo, me parece que lo vimos chapar una vez con esa piba de tercero quinta.
—Que mal que te hizo ponerte de novia con Agustín —opinó con la cara desencajada y le agarró un escalofrío de solo imaginarse con el Tomi, era la primera vez que se ponía a pensar de manera consciente en quienes eran o no sus tipos.
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Detrás del odio
RomanceEn la provincia de Entre Ríos, Argentina, Santiago y Sebastián han compartido trece años de amistad en el mismo grupo, pero también una rivalidad extrema que parece inexplicable. En realidad, detrás de su constante antagonismo, ambos ocultan un sent...