1994
En todo el jardín sonaba La Marcha de Osías de María Elena Walsh y a Sebastián lo puso triste. Miró preocupado por la puerta abierta y afuera solo veía una lluvia violenta que golpeaba las veredas, los árboles y el pavimento. Con sus manos diminutas buscó el borde de su guardapolvo de color bordó, uniforme del jardín de infantes Claro de Luna, y lo apretó con nervios. La cara de la señorita Gabriela era de impaciencia y preocupación. No era la primera vez que los papás de Sebastián se demoraban una hora en ir a buscarlo.
Siempre que les decía para charlar del nene de manera oportuna, eso creía ella, se atrasaban. Llegaban tarde. Las excusas giraban en torno a clientes, asuntos en tribunales, informes y un vocabulario que atribulaba a la docente. Miró al nene que se veía inquieto y con los ojos aguados, concentrado en el afuera. La maestra sabía que, en esa mente de niño, las demoras de los adultos se percibían como una ausencia eterna. Le apretó con cariño el hombro y el chico sonrió apenas, a medias, con esa mirada distante.
A Gabriela le preocupaba la poca comunicación que lograba con él, los silencios tan largos y que ni siquiera cuando tenía dudas se animaba a hablarle. Siempre callado, siempre distante. Sin embargo, le llamaba la atención la conexión que se generó entre Seba y Agustín, un nene enérgico, hiperactivo y que se apabullaba solo entre palabras. Lo mismo sucedía con Santiago, el único de todo el curso que sabía escribir su nombre entero, su apellido y edad con tan solo cuatro años.
Era Agus el que más hablaba con Seba y Santi el que lo ayudaba con la ese de su nombre. Lograba explicarle mejor que la docente. Lo que suponía Gabriela era que a Sebastián le costaba comunicarse con la gente adulta, se hallaba convencida que el problema estaba en la casa, de ahí su insistencia para charlar con los papás.
—¿Y, Sebi? ¿Qué vas a comer hoy? —intentó distraerlo la seño para apaciguar los nervios de la criatura. Notó las manos tensas y apretadas en el uniforme, todavía con la atención clavada en la lluvia y los autos que pasaban por la calle.
—No sé —contestó y siguió atento —¿Qué hora es?
—Muy temprano, lo que pasa es que con la lluvia parece mucho más tarde, con tantas nubes ni se ve el sol —le explicó Gabi en tanto se ponía en cuclillas para equiparar la estatura del niño.
—No tanto —dijo porque hacía rato que Santi se había ido y era el primero en marchase siempre con el papá. Agus se fue más tarde con promesas de merienda y Dragon Ball en su casa algún día. Como siempre el último era él —Seño, no me gusta esa canción —le aclaró en tanto escuchaba Para bañar la luna, esa como la anterior le daban un no sabía qué en el pecho que le hacía doler.
La conexión con la música era otra cosa que la maestra no había pasado por alto en el infante. Lo veía concentrarse por demás en ritmos, palmadas, entonaciones y en letras. El único momento en el que sentía podía establecer una comunicación con él. «Seño, la canción dice plato timorato, no gato timorato», le explicó una vez que de forma errónea ella cantó el tema del té. La corrección le valió las risas y las burlas del resto de los chicos, pero le sirvió para establecer un hilo del que tirar para conocer y empatizar con el niño.
—A mí tampoco, es muy aburrida —fingió coincidir Gabriela —Pero ¿cuál ponemos?
—La del brujito —dijo y se rió porque se acordó que Agus la cantaba todas las veces a los gritos en el oído de Santiago para hacerlo enojar y siempre lo lograba.
—¡La voy a buscar ya! —se alegró Gabriela.
Se levantó para cambiar de tema, sin embargo, en eso llegó una mujer de blazer negro, camisa blanca y una pollera que combinaba con la chaqueta. Las pulseras y los collares de plata resonaron en el salón plagado de dibujos en las paredes y mesas de colores, los tacos resonaron apenas, tras tanta elegancia para caminar, en aquel suelo de parqué. A Gabriela le llamaba la atención la altura y lo delgada que era. Encontró en la belleza extrema de Esmeralda, la mamá de Seba, además de los ojos verdes e idénticos la inexpresión y los gestos lánguidos, fríos y distantes.
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Detrás del odio
RomanceEn la provincia de Entre Ríos, Argentina, Santiago y Sebastián han compartido trece años de amistad en el mismo grupo, pero también una rivalidad extrema que parece inexplicable. En realidad, detrás de su constante antagonismo, ambos ocultan un sent...