Capítulo 31 (parte 1)

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Hacía días que volvió después de la gripe, pero no le había hablado. Ni a él ni a nadie. En las materias resolvía ejercicios en silencio y recibía dieces de todos los maestros. En los recreos buscaba excusas como revisar su mochila, terminaba por quedarse en el banco y leía cualquier cosa que traía de la casa. A veces lo veía metido en charlas casuales con Candela, Celeste o la hermana, pero después con nadie más. Tal vez, con alguna que otra compañera del curso y hasta ahí llegaba su ser sociable.

Franco quería preguntarle qué le pasaba, pero tenía miedo que lo sacara a los gritos. No sabía si debía ir al punto o buscar alguna forma indirecta para sacarle el tema sobre qué le pasaba, por qué se encontraba tan raro desde hacía semanas. De lo único que estaba seguro era de merecerse una explicación. No lo hablaba en el camino de ida para la escuela, tampoco en el de vuelta, durante las materias se giraba en el banco para hacerle algún comentario y siempre se hacía el que no lo escuchaba, en los recreos lo evadía. Se merecía una respuesta. Franco hallaba convencido que la novia tenía algo que ver. «Seguro quiere volver y el muy pollerudo no se anima a contarnos, o puede ser que la vio con algún tipo y ahora se quiere matar o le gusta otra minita que no le debe dar bola. Alguna concha lo debe tener así de boludo y distraído», pensó mientras buscaba alguna forma de iniciar la conversación. Todos estaban en el recreo, Santiago, sin embargo, se encontraba en su asiento en tanto armaba lo que parecía una lista con quehaceres para llevar a cabo en la casa.

—Ey, putito, en qué andás —lo saludó, pero este no le devolvió el gesto —Che, querés que hagamos algo después de la escuela, hace bocha no armamos ninguna juntada. Andás re perdido.

—No, no puedo. Tengo que hacerle varios trámites a mi vieja y después voy a entrenar todo el día.

—¿Y mañana?

—No, no creo que pueda.

—¿Y cuándo pensás que podemos hacer alguna? —preguntó Franco con la paciencia que le pendía de un hilo. Santiago seguía sin mirarlo y le reventaba el tono seco que usaba para hablarle.

—Ni idea. Te aviso cuándo pueda.

—¿Vos estás bien? —quiso saber, aunque le parecía obvia la respuesta y previsible la contestación de quien consideraba su amigo más cercano.

—Nunca mejor —dijo y se levantó para estirarse y pasar por al lado del morocho —Nos vemos, me voy al baño.

—¿Yo te hice algo, boludo? ¿Te dije algo que te jodió o lo que sea para que estés así de cortado?

—No, dejá de perseguirte. Está todo bien, estoy ocupado —se blindó todavía más y antes que a Franco se le ocurriera otra tanda de preguntas se fue para el baño más alejado de su sector.

El moreno se convenció que hasta ahí había llegado su paciencia y las ganas de dejarse pisotear por los aires altivos del pibe que creía su amigo. No quería ni podía perseguirlo más. Había cumplido con su parte: la de acercarse y preguntar y se fue con más dudas y broncas. Se sentó resignado con el resto de los chicos en el patio que ahora lo sentía más frío y gris por la niebla que todavía deambulaba a eso de los ocho y media de la mañana.

***

Todas las palabras le parecían personales. Eran balas que venían a perforarlo. Le entraban por el pecho, le recorrían la mitad del cuerpo y le explotaban en la cabeza. Cualquier mirada que recibía en la calle por desconocidos y por amigos era la clase de gesto que lo hacía dudar si el mundo sabía o no sabía el secreto que llevaba bien adentro de su alma. Sabía que su grupo de amigos y todos los hombres de su mundo se hablaban con insultos que atacaban la hombría. Sabía que no debía tomárselo personal, sabía que él no era eso que decían sus amigos para saludarlo, para llamarle la atención, para molestarlo, para preguntarle cualquier cosa, sabía que ellos sabían, pero él ya no sabía ni lo que sabía de él mismo.

Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora