Capítulo 36

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Chajarí 2001

Pensó que estaba bien si se iba porque el paisaje le dolía. Antes le gustaban un montón los campamentos o los viajes de estudio que organizaba la escuela. Ese último día venían los padres y madres de todos a pasar la tarde con los alumnos de quinto grado. Bailaban en el medio de una glorieta enorme del predio ese enloquecido por una naturaleza real y en parte recreada. Todo era monte húmedo y laguitos por acá y laguitos por allá. Vio a la mamá de Agus de la mano de su hijo que hacía una ronda con otras madres y con otros nenes. Todos felices, todos a las risas. Él hacía unos cuantos meses que se le había ido eso y estaba convencido que para siempre. Cuando su papá se fue, además de la alegría, también se le escaparon las risas, la cara se le volvió dura, la cabeza se le llenó de una supervivencia donde debía imaginarse sin padre para toda una vida y le costaba. Ese día creía que se podía terminar la pesadilla de la que no podía salir. Imaginó que cuando llegase la hora en la que caerían todos los padres, Juan lo abrazaría, le haría upa bien alto -porque el hombre tenía la fuerza más enorme de entre todos los padres-, él fingiría que qué vergüenza y Juani le preguntaría que, si lo estaba extrañando, pichón. Él le iba a decir que no para no preocuparlo porque lo que más le gustaba era cuando Juan y Liliana le hablaban de palabras como orgullo. Ahora lo extrañaba, pero no quería decírselo a nadie porque todos ponían una cara de lástima que lo hacían enojar a niveles que nunca imaginó qué podía sentir.

«Vos sabés que a mamá le encantaría ir, pero, ¿quién se queda con Vale?, y no puedo organizarme con el trabajo ahora que estamos, digo que estoy, bueno, amor, esto que ahora las cosas están distintas, pero después se van a componer», le explicó con eufemismos para esquivar la desgracia y Santi le contestó a la mamá con un beso en el cachete y le dijo que estaba bien porque era cierto. El enojo lo tenía con el padre que era el que se encargaba de asistir a actos y campamentos, ya que Juani le aseguraba que el trabajo de la mamá era el más importante para comer y pagar impuestos.

Se fue atrás de la cantina donde no llegaba la música ni las risas de los que tenían padres que no se fueron desmembrados por una enfermedad que tenía una palabra que casi ni decían en la casa. Tan cerca estaba el lago, bien manso y con pajaritos que le sobrevolaban y se robaban mojarritas. Santiago juntó un montoncito de piedras planas y las apiló en un costado. «Nunca uses las redondas porque esas no rebotan, mijito, te agachás un poco así y la tirás de costado, ¿querés probar? Hacer sapito le decíamos con mis amigos del barrio que eran así como los tuyos, unos gurises cabezudos bárbaros», le contó esa vez Juan y Santiago recordó ese momento porque le agarró una necesidad urgente de recrear la gracia que le había enseñado el padre. Si cerraba bien fuerte los ojos podía escuchar la voz tan grave del hombre. Se mordió bien fuerte la muñeca porque no podía frenarse las ganas de llorar, porque eso no estaba bien, aunque sentía que la garganta se le comprimía y se le contracturaba. Prefería ese dolor tan agudo porque le hacía olvidarse de todo lo otro. Tiró la primera piedra y la vio rebotar tres veces, a la segunda cuatro y a la tercera siete. Cuando se puso con las otras ya no buscaba el rebote sino tirarlas lo más lejos que le saliera. Sentía los ojos inyectados de rabia, la mano le ardía porque apretaba fuerte las piedras antes de soltarlas para que se pierdan en el agua amarronada y estanca. Al girarse para buscar más piedras lisas y planas lo vio a Sebastián que llegaba con dos vasos de coca y una bolsa de nailon llena de chizitos y papás fritas de festejo. No lo habló y se le sentó al lado en silencio. Tenía la mirada puesta en el paisaje de agua, los sauces llorones que desperdigaban lagrimitas amargas de savia y en los piques que hacían las piedritas que tiraba Santiago.

—Ni se dio cuenta la seño que nos fuimos —dijo mientras dejaba los dos vasos y la bolsita más cerca de la arena y no tanto de las piedras.

—Qué se va a dar cuenta esa vieja. Más mala es, ahora se hace la buenita porque están los padres de todos estos —comentó y antes de sentarse, se secó la transpiración de la frente. Con el único que se sentía cómodo en esos silencios y sin hablar de nada en concreto era con aquel chico. Lo miró apenas ahora que estaba con la vista puesta en el lago y la panza le dolió sin hacerle mal cuando vio que el sol le dejaba dorado los pelos castaño claro. De costado los ojos se le ponían más verdes que mieles y se le podían ver rayitas y manchitas.

Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora