4. Miradas

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Era una noche tranquila, y mientras terminaba mi cena —un plato que preparé yo mismo y que, por desgracia, estaba un poco quemado—, una voz resonó desde la sala. Era mi padre, llamándome a su lado.


Después de lavar el plato, me dirigí hacia la sala con una mezcla de inquietud y expectativa, preguntándome qué podría querer decirme.

—¿Qué sucede?— inquirí, con la voz un tanto temblorosa.

—Toma asiento— respondió, mostrándome un gesto serio.

Nos acomodamos en el sofá y, aunque la situación era propicia para la reconciliación, no podía evitar sentirme cabizbajo. La incomodidad entre nosotros pesaba como una sombra.

—Quiero disculparme, hijo —empezó, con la mirada baja, como si le costara cada palabra—. No debí actuar de esa manera, y de corazón espero que me perdones.

Sus palabras eran un eco de un dolor antiguo, un padre expresando la lucha interna que lo llevaba a golpear a su propio hijo. Mientras hablaba, yo permaneciía en silencio, incapaz de articular una respuesta.

—No sé si quieres decirme algo que te gustaría que cambiase, para que nuestra relación mejore —continuó, su voz llenando el espacio con un rasguño de esperanza.

El deseo de expresar mis sentimientos me abrumaba, pero cada intento de poner en palabras aquel torbellino emocional se desvanecía. Solo podía balbucear un murmullo ininteligible.

—Yo… también admito que actué mal… y no me gusta estar en conflicto contigo— logré finalmente decir, aunque las palabras "Te perdono" se quedaron atascadas en mi garganta.

—Nadie quiere estar en conflicto, hijo. Debemos esforzarnos por evitarlo. Por eso me disculpo contigo. Te amo, sin importar si tú me lo dices— susurró, pero yo solo bajé la mirada, sintiendo una mezcla de alivio y tristeza.

Cuando intentó abrazarme, el gesto me resultó incómodo. Desde hacía tiempo había dejado de mostrarle cariño. Así que, sin mediar más palabras, me levanté y me retiré a mi habitación, sintiendo una leve satisfacción por haber abordado el conflicto, aunque nada pudiera borrar la melancolía que oscurecía mi noche.

Pasaron dos días de clases, marcados por la ansiedad y el nerviosismo. No estaba habituado a salir a fiestas, y esta vez no era la excepción. Pero, finalmente, llegó el sábado; la velada en casa de Frank prometía ser una oportunidad para socializar, aunque no estaba del todo convencido.

Elegí una vestimenta sencilla para la fiesta: una camiseta gris y un pantalón negro que no se destacaban, solo deseaba sentirme cómodo, con la esperanza de que eso sería suficiente. Al arreglarme, también me echaba un poco de perfume; cada pequeño detalle contaba.

—¿En serio piensas salir así?— preguntó mi padre, al verme.

—Sí, papá, no le veo problema a mi atuendo— respondí, sintiendo un leve atisbo de rebeldía.

—Lo sé, pero está un poco arrugado. Si quieres, ¿puedes traerme esa ropa y te enseño a planchar?— sugirió. La idea me pareció completamente innecesaria.

—Esta bien…

Fuimos a su habitación, donde sacó la tabla para planchar y comenzó a mostrarme cómo hacerlo, utilizando una de sus camisas como ejemplo. Sus instrucciones eran claras, y me esforzaba por seguirlas, absorbido en cada detalle.

La Relatividad del AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora