PREFACIO.

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―Felicidades ―me felicité entre llantos―. Que irónico... voy a morir el mismo día que nací.

Permanecí allí durante un día. Mis piernas no me respondían, apenas sentía los dedos de mis manos y el único calor que notaba en mi cuerpo era el de mi sangre, porque casi notaba como recorría cada una de mis venas. Sentí pinchazos en la cabeza y en los pulmones. Más de una vez llegué a pensar que mis dientes se iban a romper por el tiritar.

Miré a las estrellas una vez más para saber el tiempo que había pasado desde que salimos del Imperio. El invierno había llegado exactamente un mes y medio antes, más pronto de lo que todo el mundo había esperado, pero eso ya nos lo advirtió mi padre antes de enfermar: ‹‹Haced caso a los osos, ellos saben cuándo empezar a dormir y cuándo deben dejar de hacerlo››. Pero nadie de nuestro campamento lo escuchó aquel día, ni siquiera yo y me arrepentía de ello.

Hacía justo un mes que salí en busca de la planta curativa, la necesitaba, no podía echarme atrás, ya no. Tenía que salvar a mi padre, pero el hielo me había obligado a desviarme más al Sur, no tenía más provisiones para llegar más lejos, ni siquiera para regresar al Imperio. El frío poseyó todo mi cuerpo antes de lo había esperado. Caminé durante días y noches entre nieve y hielo, pero no tardé en desplomarme en aquel páramo helado. El poco calor que emanaba mi cuerpo iba desapareciendo. Hacía días que mis cabellos negros se habían vuelto blancos por los copos de la nieve que se posaban y cuajaban en ellos, rizados y empapados caían sobre mi frente que se había vuelto casi tan blanca como la nieve que me rodeaba. Por primera vez en todo aquel tiempo el cielo empezó a llover. El cielo lloraba conmigo, mis ojos no podían evitar llorar. Mis lágrimas casi se congelaban nada más ser derramadas. Supe que la muerte llegaba a mí. Pensé en mis amigos, en mi familia... intenté sonreír por última vez con sus recuerdos, pero mis labios amoratados y cortados no me lo permitieron.

Sentí el fuego frío dentro de mí, ardía con ansía y me quemaba lentamente. Mi final estaba llegando con la ventisca que poco a poco acabaría enterrándome por completo. Una voz a lo lejos, o al menos eso me había parecido. Esperé a volver a oírla, segundos o quizá minutos que me parecieron horas, pero no volví a escuchar nada más, así que empecé a gritar. No me importó si eran salvajes, solo quería que alguien acabase con mi sufrimiento y si eso significaba que hundirían un cuchillo en mi cuello... que así fuese. Pero tras minutos de gritos de histeria seguí sin oír ninguna voz, ni ningún sonido que no fuese el viento. Así que acabé por desistir y casi sin sentido decidí cerrar los ojos y esperar por fin a que la oscuridad llegase y me llevase con ella. No viviría para ver aquello que me dijo la bruja Cassandra sobre mi futuro.

―Hermana, deberíamos cortarle el cuello ahora que podemos ―susurró una sutil voz femenina muy cerca de mí, pero me sonó como un rugido―. El emblema de su cuello es de los Kinovy.

―Quizá no sea suyo. Su cuerpo no está cubierto de ese metal que protege su piel, tampoco lleva espada y la gente del Imperio siempre viaja con ella ―le respondió una voz más suave y dulce―. Llevémosle a casa antes de que su temperatura descienda más, se entumezca y muera.

Los dioses habían escuchado mis insistentes plegarias. Tras aquellas cálidas palabras dejé de escucharlas. Entreabrí los ojos justo antes de que se hiciera un resplandor violeta que me obligó a cerrar los ojos de nuevo, haciendo que todo se volviese negro por fin.

No obstante, éste no es el final de mi historia, pero tampoco es el principio de ella.

Demonio de aceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora