2. TYSHIA

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Viola me observaba, no me impidió acercarme y tocar los árboles o las flores de pinchos. Me miraba emocionada al ver que me asombraba con la naturaleza sacada de un cuento fantástico. Me permitió mirar al cielo que nevaba de forma suave, incluso de día y lloviendo se podían ver las estrellas, más brillantes y grandes que cualquier noche en el Imperio. Cerré los ojos y dejé que el sol acariciase mis mejillas, hasta que noté que me agarraba la mano para alejarme de aquel sueño. El carraspear de una voz extraña fue lo que en realidad me hizo regresar al mundo real. Al girarme pude ver como cinco o seis bárbaras de la misma altura que la chica de cabello escarlata y con su misma constitución me observaban. Todas en su rostro mostraban repugnancia hacia mí.

Aquello me hizo sentir pequeño e indefenso. Era la primera vez que no me sentía alto, en mi aldea yo era uno de los chicos más altos e incluso en Ovis. Pero en aquel lugar no era así. Viola tiró de mí y para mi alivio no fue en dirección a aquellas chicas que me odiaban, sino que nos introducimos en el bosque. Los rayos de sol entraban a través de las hojas de las copas de los árboles, parecía un lugar mágico del que no me quería marchar.

Mis pies sentían el arder de la nieve de la tierra del bosque, pero lo que mis ojos veían compensaba aquel dolor punzante. Caminamos durante cinco o diez minutos hasta llegar a una poza que me recordó los horribles, pero gratificantes baños en Ovis. No sé cómo pude relacionar ambos lugares, porque eran polos opuestos.

―Puedes arreglarte aquí, te estaré vigilando ―me advirtió con cierta simpatía―. Si intentas huir, si te alejas siquiera un poco del agua... te mataré. Eres mío, Ulric, que no se te olvide.

Me sentí como una mascota, como un perro o algo al que sacas a pasear, lo bañas, alimentas, pero no dejas que se escape y si lo hace lo regañas. Pero mi caso era peor, porque si escapaba no me regañarían, me matarían. No intentaría escaparme, no quería morir, ni siquiera quería acordarme de esa sensación cuando sabes que tu hora ha llegado y que la muerte viene a por ti. Me quité las mantas y me acerqué al agua. Era transparente y algo azulada, creí que me congelaría, pero cuando metí la punta de los dedos de los pies sentí el agua tibia. Me zambullí de un golpe sin quitarme siquiera los pantalones.

Bebí un largo trago de agua antes de lavar mi pelo rizado que estaba más largo que de costumbre ya me había crecido desde que en la fortaleza Ovis me lo cortaron en forma de castigo. Me quedé inmóvil al verme reflejado en el agua, casi era como un espejo. Me arrodillé, saqué la daga y me afeité con ella como si fuese una navaja barbera. Me corté tan solo una vez, un pequeño corte en el labio inferior, justo donde la perilla. Fue un corte tan limpio que no lo noté hasta que empezó a sangrar. La postilla que me saldría parecería ridícula ante aquel cardenal que me había salido con el golpe de la chica del cabello escarlata. Pensé en lo difícil que me había resultado dejarme crecer la barba, que era un pelo débil y apenas largo. La había rasurado con tanta facilidad que casi sentí vergüenza de mí mismo. Seguro que a Snorri le resultaría más complicado afeitarse. ¿Estaría cerca del Imperio? ¿Habría llegado ya? Apreté la media luna que colgaba de mi cuello y empecé a orar para que fuese así.

Recordé las palabras de Lorena cuando nos dio los medallones. No estaba en el Imperio, allí su marca, mi dios solo me daría problemas, así que me quité el medallón y dejé que cayese hasta el fondo del agua. Ya no lo necesitaba, ya no lo quería. Era mejor que se enterrase con el tiempo bajo las piedras y la arena a que yo les recordase con la cadena que era un guerrero Kinovy. Todavía tenía mi tatuaje, no podía borrarlo, pero para que pudiesen verlo debía quitarme la camisa.

Todavía no había salido del agua cuando Viola ya me esperaba con las mantas preparadas. Me miraba extrañada, quizá fuese porque ya no tenía pelo en la cara o porque me había visto dejar caer el medallón. No entendí que me mirase así, ya que no había dejado de observarme ni un momento, no me había dado ni un segundo de privacidad. Casi daba miedo, pero no me miraba de la manera de la que un pervertido mira a un niño. No. Me miraba de la misma forma que yo miraba la hierba, los árboles o las estrellas, porque todo era extraño y diferente para mí, todo aquello era como un sueño, un cuento. Y yo era el cuento que su madre le contaba por las noches a ella. Yo era el extraño y el diferente en aquel lugar.

Demonio de aceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora