PRIMERA PARTE: IMPERIO KYNOVY. 1. UN GUERRERO EN LA ALDEA

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Tres meses antes.

Aquella mañana acompañé a mi padre al río de la aldea. Éramos pescadores, así que pasar medio día en una barca sobre el río era habitual para nosotros. Llenamos una cesta entera de sardinas y arenques, esos eran los únicos peces que pescábamos para después venderlos en la aldea. Hacía horas que me había tumbado sobre un pajar, el sol de los últimos días de verano calentaba mis mejillas. El calor me relajaba mientras mi padre limpiaba el pescado cerca del río, le hubiese ayudado de no marearme con el olor de las tripas. Solo con ver cómo mi padre hincaba el cuchillo y lo sacaba lleno de sangre me producía arcadas, así que ese trabajo se lo dejaba a él.

―Vamos ―dijo.

Me levanté y cogí la cesta de sus manos. No me gustaba que cogiese peso, hacía meses que su espalda le dolía y yo procuraba evitar que cargase con lo menos posible. Me mostró una sonrisa, le faltaban un par de dientes, pero eso no le impedía seguir sonriendo. Su pelo negro cada día se volvía un poco más gris, sus arrugas de expresión se volvían permanentes con forme pasaban los meses y muchas veces se quedaba dormido con la caña de pescar en la mano. Dejamos atrás el pequeño embarcadero y subimos despacio hasta lo alto de la colina.

―Te prometo que en cuanto pueda te compraré un caballo, papá ―le dije al ver que apenas le quedaba aliento tras llegar a la cima.

―No nos hace falta un caballo, necesitamos cosas más importantes que eso.

―Pero debes admitir que uno te vendría bastante bien, podríamos vender los arenques a un buen precio en los pueblos y aldeas de al lado o arar los campos de los pastores ―lo intenté convencer.

Sabía que no quería que me gastase mis pocas monedas en un animal solo para hacerle la vida un poco menos dura. Lo que él quería es que me pudiese comprar algo más útil y necesario, como unas cabras o unos cuchillos para mejorar un poco más nuestra sencilla vida.

―No estaría nada mal, lo admito ―me respondió con una sonrisa que borró casi de inmediato. Se giró y me miró con aquellos ojos verdes que yo había heredado―. Pero si quieres gastar el dinero que no sea en un animal tan noble. Los borricos son buenos trabajadores, cuestan menos, se alimentan igual que a los caballos y todavía te sobraría alguna moneda para comprar algo de provecho.

―¿Quieres un burro?

―De haber querido uno haría ya mucho tiempo que lo hubiese comprado ―contestó riéndose y reanudando la marcha―. Pero guarda tu dinero, te será útil en un futuro no muy lejano.

Decidí no insistir más. Algo que también había heredado de él era su cabezonería, cuando decidía algo no cambiaba de idea si no creía en ello de verdad. Por eso mismo en cuanto pudiese le compraría un burro. Había insistido en que no comprase un caballo, pero no un borrico como decía él. Continuamos por el camino de tierra y piedras hasta que alcanzamos a ver las primeras casas de la aldea. Yo había nacido y crecido allí al igual que toda mi familia. Beandur se había construido hacía cientos de años, siempre se ha conocido en las aldeas vecinas por su hospitalidad y su escuela. No solíamos recibir muchas visitas de guerreros montados a lomos de sus caballos, por eso me extrañé al ver a uno de ellos hablando con nuestro regente, que además era el hermano de mi madre.

―¿Qué crees que está haciendo un guerrero aquí? ―pregunté entre susurros.

―La verdad es que no lo sé. Tal vez esté buscando provisiones para continuar su marcha o tal vez se haya desviado de su camino por un simple despiste.

―¿Y viene solo? ―tan solo uno de ellos... casi mejor. Uno fue suficiente para producirme náuseas al recordar una terrorífica historia que me habían contado hacía años. Se podría decir que despreciaba a esos hombres y lo que hacían―. Nunca me han gustado las historias que la gente cuenta sobre ellos... ni cómo tratan a las mujeres y niñas, por no mencionar cómo conquistaron estas tierras hace cientos de años.

Demonio de aceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora