Hacía mucho frío. Corría para salvar mi vida, los cudovis me perseguían acompañados por cientos de bárbaros, los llevaban sueltos y atados con cuerdas como si fuesen correas. Me habían soltado y dado tiempo para escapar, como si fuese un juego de caza en el que yo era el ciervo. Les sacaba poca ventaja, pero me había retorcido un tobillo. Las enormes hojas de los árboles nevados tenían aspecto de agujas de pino, pero eran mucho más grandes y afiladas y me arañaban la cara al pasar corriendo. Una de ellas se quedó incrustada en uno de mis ojos, me escocía mucho. Grité de dolor, sabía que me perseguían, pero no me importó que me oyeran. Tiré de la aguja de mi ojo y ese fue mi error, porque al hacerlo no salió como yo había esperado, con ella también salió mi ojo ensangrentado. Me toqué la cara para comprobarlo y efectivamente, allí estaba mi cuenca vacía. Grité con más fuerza y la boca se me empapó de sangre.
―¡Matadle! ―gritó alguien―. ¡Lo quiero muerto!
―¡Será mío! ―lo secundó otro.
Comencé a correr de nuevo. Apreté mi ojo con la mano porque no quería que se perdiera. Mi visibilidad se nubló, tan solo veía la mitad de las cosas que se encontraban frente a mí. Había perdido un ojo y con él la vista, pero seguí corriendo. Tropecé con una rama que no estaba en mi punto de mira y la muñeca de mi hermana que estaba atada a mi cuello se quedó enganchada. Tiré con fuerza y Lilith cayó al suelo. Me agaché para buscarla con la mano que me quedaba libre, pero no la veía y no la tocaba, todo se estaba volviendo más oscuro. Un aullido de un cudovis sonó tras de mí, aparté las hojas del árbol para escapar, pero me encontré con un enorme acantilado que no tenía fin.
La bestia me tenía acorralado. Esperé a que me atrapase entre sus fauces, pero me equivoqué, comenzó a aullar llamando a su amo y éste no tardó en aparecer frente a mí. No era un hombre. Era bárbaro sí, pero no un hombre fornido como me imaginaba, era un niño. El mismo niño al que le salvé la vida en la lucha del frente, al que le ayudé a escapar del mazo de Varik. Me arrodillé rezando y suplicando a los dioses para que el chico me reconociese. Así fue, pero en vez de ayudarme, me apuntó con su dedo y apareció su padre.
―¡¡Özu-cha!! ―gritó el hombre y como un déjà vu se puso delante del chico bárbaro para protegerlo. Me señaló y volvió a gritar―. ¡Özu-cha!
Se acercó a mí y me empujó con el pie precipicio abajo.
Me desperté empapado en sudor caliente, tenía calor, mucho calor. Toqué mi cara en busca de la cuenca vacía, pero allí estaba mi ojo. Tan solo había sido un sueño a pesar de lo real que me había parecido. Me encontraba tapado bajo mis mantas de piel y otra textura que no reconocí. Antes de apartar las mantas para poder incorporarme miré a mi alrededor. Estaba en una especie de cabaña en forma de cono, era como los tipis que había dibujados en mis libros en los que contaban historias del mundo salvaje antes de ser sometidos a la tiranía del linaje Kanat's. Todo estaba en silencio, una única y débil llama cerca de mí iluminaba el tipi. Empecé a incorporarme poco a poco siendo previsor y cuidadoso, hasta que el sonido del caer de un cazo me hizo incorporarme de un salto. Momento en el que me di cuenta de que me encontraba desnudo por completo.
Cuando escuché la suave risita de aquella a la que se le había caído el cazo, me tapé con ambas manos mis partes íntimas y me apoyé en la extraña textura del tipi para que no viese mis nalgas. Jamás en mi vida había pasado tanta vergüenza, noté como mis mejillas se ruborizaban. No supe cómo reaccionar, porque la persona que se encontraba ante mí no era de mi Imperio. Era una bárbara, no la vi con claridad, estaba casi en el punto ciego del tipi y la penumbra no me dejaba verla. Pero lo que sí tenía claro era que era una salvaje y no tendría más de doce años. Cuanto más me miraba más se reía, no parecía que pasase vergüenza, al contrario, me miraba con curiosidad, como si jamás hubiese visto un hombre y mucho menos un hombre desnudo, claro.
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Demonio de acero
FantasiLos bárbaros siempre los han llamado demonios de acero, aunque ellos se hacen llamar guerreros. Roban sus apariencias y visten sus pieles para remplazarlos por los hijos del demonio. Los ojos azules de Vladimir McNamara se vuelven rojos bajo la luz...