12. CIUDAD DE SANGRE

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Intenté mantener mi mente despejada, pero fue casi imposible. No tenía solo un pensamiento que rondara mi cabeza, tenía cientos que me venían unos a partir de otros: el décimo cuarto dirigente y el sádico de su amante; qué pensaría Ivar si se enterase del romance de su hijo; el destino de mi tío Marco, qué pensaba mi padre; qué es lo que hubiese dicho Zonder si tuviese lengua; por qué Snorri nunca había mencionado a su familia; qué estarían haciendo mi madre o mi hermana; si Kaven habría salido a pescar; si Tim nos recordaba o se habría olvidado de nosotros e infinidades de cosas más.

Todo el tiempo intenté no pensar en mis hermanos ni en madre. No quería olvidarlos, eso estaba claro, pero acordarme de ellos a todos horas durante los primeros días me había hecho aprender que casi era mejor olvidarlos, me concentré más y rendí mejor en las prácticas de armas. Pero fue imposible, los quería demasiado y cada día al despertarme mi primer pensamiento era para ellos y el último también.

Pensar en que si pasábamos demasiado tiempo fuera Tim llegaría a olvidarnos porque era pequeño... casi me había hecho llorar más de una vez, tal vez fuese lo mejor para él, pero a mí no me ayudaba. Si algún día regresaba no importaría mucho, pero... ¿y si no lo hacía? ¿Y si moría en la guerra? ¿Nunca me recordaría? Yo jamás me olvidaría de Tim ni de ninguno. Tan solo de pensar que no me acordaba de ellos lo suficiente me hacía sentirme mal conmigo mismo. Sabía que no pensaba en ellos lo bastante, pero era lo mejor para mí, porque si me acordaba de ellos me hacía sentirme mal.

Pensaba en el destino de mi tío. Hacía cuatro o cinco semanas que no lo veíamos, desde que se marchó a la torre del Escriba. El día que nos dijeron nuestros destinos no pensé en él. Al principio creído que no se lo había ganado, pero si no se lo hubiese ganado, Bierbaum no lo habría mandado. Le había costado mucho, lo habían azotado con madera por no alargar el brazo y coger la silla que estaba enfrente de sus narices, pero se había esforzado mucho, su bajada de peso había sido una de sus recompensas y su destino otra. Que lo mandasen a la torre me hacía sentir mejor, sabía que estaría a salvo y que quizás un día volviese a dar clases en Beandur. Entonces me di cuenta de lo mucho que extrañaba sus clases, sus historias y sus libros.

Me acordé de uno de los libros que me había dejado sobre S.P. Geluk, cuya historia era su propia leyenda. Digo leyenda porque en ella contaba que muchos lo habían tratado de loco al contar cómo había perdido el brazo al ser engañado por una mujer vampiro y claro, todo el mundo sabe que las criaturas fantásticas ya no existen. Pero también dicen que el linaje Kanat's desciende de los dioses. Personalmente, mi propia opinión es que todo pudo ser, ya que en Beandur se hablaba de dragones no hace más de trescientos años. Incluso el tío abuelo de mi madre se volvió loco al decir que había visto a una mujer con alas de mariposa. Hadas... ¿quién recordaba a las hadas de los bosques?

Pero mi madre siempre me decía: ‹‹No hay que ver para creer. Hay que creer para ver››. Cómo extrañaba aquel beso tonto que me daba cada noche antes de acostarme o sus abrazos sin explicación. Pero sobre todo echaba de menos sus sonrisas y sus: ‹‹Te quiero, Ulric››. Si una mujer como ella era capaz de creer en dragones y hadas es porque solo las mejores personas pueden llegar a verlas. Eso pensaba yo.

Pero en realidad me había acordado de S.P Geluk porque había visto escrito en una madera de los caminos algo único. Una palabra, unas letras que solo había visto en aquel libro de "leyendas" que había escrito él. Los grabados eran:

‹‹ரத்தம்››.

Su significado era escalofriante: Sangre. La ciudad de Sangre a la que habían llamado Aryun, aquella en la que Geluk había perdido su brazo.

Jamás se me olvidarían aquellas palabras, aquellos gráficos tan especiales ni sus significados, ya que había estado semanas sin poder dormir destapado o con la ventana abierta, sin entrar solo en una habitación oscura y sin caminar por Beandur al anochecer. La primera vez que lo leí tenía quince años, la segunda hacía un año y me causó el mismo efecto que la primera. Les supliqué a mis compañeros que no pasáramos por aquella ciudad. No me hicieron caso, pero después se arrepintieron de no haberlo hecho.

Demonio de aceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora