Cada aullido era más estremecedor que el anterior. Aligeramos el paso de nuestros caballos hasta que sus patas no les permitieron correr a mayor velocidad, pero nos dimos cuenta de que no servía de nada. Aquellos seres eran mucho más rápidos que nosotros, nos alcanzaron en apenas tres segundos, empezaron a correr a nuestro lado con sus babas rosadas y espumosas que colgaban de sus hocicos y lenguas.
Snorri tensó su arco, mantuvo el equilibrio y entonces disparó una flecha al cuello de uno de los animales, apenas se inmutó, ni siquiera se quejó. Aquel duro pelaje parecía un escudo que las puntas de flecha no podían atravesar. Parecía que jugaban con nosotros, que cuando viesen que los caballos estaban a punto de reventar saltarían sobre nuestros cuellos. Nunca sería capaz de reventar a un caballo de esa manera para después morir yo también. Miré a Snorri, su mirada me lo dijo todo, él pensaba lo mismo que yo. Para darle a entender que lo había entendido y estaba de acuerdo, agité las riendas. Él desbocó primero a su caballo y yo hice lo mismo.
Los caballos mantuvieron el equilibrio sobre sus dos patas traseras. Una vez apoyados, Snorri y yo bajamos de ellos de un salto. Poco tardaron dos de las bestias lobunas en atacarnos, tres acorralaron a los caballos y los dos restantes esperaron. Una de las criaturas se abalanzó sobre mí, lo esquivé a tiempo, pero la espada se me cayó sobre la nieve. No dudé en sacar la daga de Snorri y cuando volvió a atacarme, me defendí. Mi intención no fue atravesar el ojo amarillo del lobo, pero tampoco me importó, porque se apartó de mí entre aullidos y quejidos de dolor. El resto de su manada lo miraron, incluso parecieron preocupados.
Snorri no tuvo piedad y aprovechó la distracción del lobo que lo atacaba, levantó su espada y de un fuerte golpe cortó la cabeza de la bestia. El blanco de la nieve se tiñó de rojo con rapidez. Para nuestra sorpresa, el resto de la manada empezó a aullar, pero aquella vez fue un aullido más agudo, como de pena. Se apartaron de nosotros con desconfianza y se alejaron corriendo. El lobo al que yo había dejado ciego de un ojo, sangraba, huyó llorando y dando tumbos. Miré a Snorri que sostenía su espada en la mano, la miraba anonadado. Me pareció que no se creía que hubiese matado a una de las bestias, para asegurarse de ello, miró una y otra vez el cuerpo sin cabeza de la criatura.
―¿Estás bien? ―le pregunté entre sofocos y el castañear de mis dientes.
―Sí... ―apenas lo escuché. Respiró profundamente un par de veces y me miró―. Cuando me ha atacado me he defendido con una espada que cogí del frente, pero se me ha roto nada más tocar su piel.
―Pero... ―tartamudeé mirando a sus pies―. Si le has cortado la cabeza...
―Sí, con mi espada ―me la mostró―. La mía, la que yo forjé. ¡Soy el mejor herrero del Imperio! ―empezó a reír mientras levantaba su espada manchada de sangre―. ¡No me lo puedo creer! Siempre he vendido mis aceros diciendo que son los mejores, pero ahora, ¡ahora acabo de comprobar que estaba en lo cierto! Si la escoria de mi padre mi viese en este momento se callaría su boca de borracho. ¡Soy el mejor!
―Tienes toda la razón ―dije entre risas―. Cuando se me ha caído la espada, me he dado por muerto. Por suerte tenía tu daga. Pero después de escucharte, creo que me alegro de que se me haya caído, sino también se me habría roto.
―Esa daga ya no es mía, hace meses que dejó de serlo ―me sonrió orgulloso.
―¿Por qué?
―Porque fue un regalo. Es tuya, espero que te proteja siempre y que la conserves toda tu vida.
―No puedo aceparla para siempre, siento que debo devolvértela...
―Solo un idiota no aceptaría un regalo como ese, Ulric ―chistó su lengua como solía hacer―. Y tú no eres ningún idiota.
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Demonio de acero
FantasiLos bárbaros siempre los han llamado demonios de acero, aunque ellos se hacen llamar guerreros. Roban sus apariencias y visten sus pieles para remplazarlos por los hijos del demonio. Los ojos azules de Vladimir McNamara se vuelven rojos bajo la luz...