Los recuerdos que tenemos de nuestra infancia son raros, recordamos cosas puntuales, buenas y malas, aunque las malas se sostienen más en el tiempo. Miramos hacia esa época con la sensación de tener dos buenos recuerdos por cada diez malos, una proporción que para muchos no se vincula a una infancia infeliz más allá de que no da la cuenta. Algunos recuerdos parecen insignificantes por su contenido pero quedan presentes en la mente como lo haría un trauma, convirtiéndose en una sombra en algún aspecto de nuestras vidas.
Los recuerdos de mi infancia están relacionados a la muerte de mi papá: situaciones aisladas donde descubría que ya no estaba con nosotros, mi mamá llorando a escondidas, mi tío diciendo con una sonrisa cuánto me parecía a mi papá, mi hermana durmiendo en un moisés mientras mamá atendía nuestra tienda. Esos eran todos mis recuerdos. Me pesaban un poco y definieron varias cosas en mi vida, empujándome en direcciones concretas.
Pero el recuerdo que más me afectó y creó una pequeña sombra sobre mí fue uno con mi mamá a mis doce años. Ya cargaba con la sensación de no ser como los demás chicos, al menos no igual a los que conocía, y en la escuela siempre andaba metido en los grupos que armaban las chicas. No era algo extraordinario y cuando se reían de mí por querer jugar con ellas no me generaba ningún malestar. Desde mi punto de vista, se reían de todo y por todo. A mis compañeros les era igual reírse de una cosa u otra. Hasta que mi mamá plantó la semilla de la vergüenza.
Estaba sentado junto a ella viendo en televisión una película familiar de las que pasaban los sábados por la tarde aunque yo observaba a mi hermana jugar en el suelo con sus muñecas. A veces jugaba con ella pero ese día estaba ocupado pensando en detalles más técnicos, como la poca variedad de ropa que tenían las muñecas. No era un pensamiento al azar, a mi lado mi mamá tejía, o intentaba, ropa para el bebé de una amiga suya. Lo que me hizo prestarle atención a las muñecas y a sus guardarropas.
—¿Puedo tejer?
Sin detener su trabajo levantó la mirada, confundida por mi pregunta.
—¿Qué?
—¿Es difícil? ¿Puedo tejer?
Por un momento pareció no entenderme, luego bajó la vista para seguir con su proyecto de saquito. A ella le pareció que mi pedido era más molesto que inapropiado pero con doce años no me di cuenta que con su respuesta intentaba sacarme la idea de la cabeza y ahorrarse el tener que enseñarme.
—Tejer es de mujeres no de hombres —explicó sin prestarme mucha atención—. Y si haces cosas que son de mujeres se van a reír de ti.
Sabía que había cosas que eran propias de chicas y de chicos, más allá de la diferencia física. Lo veía en el uniforme de la escuela, en los baños separados, en las dos filas que hacíamos todas las mañanas, en la longitud del cabello, en los juguetes que recibía mi hermana que yo nunca recibí y viceversa; pero no entendía el trasfondo de esos detalles. Algunas veces me acusaron de hacer cosas de chicas por jugar con mis compañeras pero nunca lo había escuchado de un adulto hasta ese día.
ESTÁS LEYENDO
La sombra sobre las flores
General FictionJerónimo descubre de pequeño que vive en un mundo donde hay cosas que no tiene permitido hacer por haber nacido hombre. Aprende rápido que debe disimular y fingir lo que siente para no defraudar a quienes quiere. En su adolescencia confirma que no e...