Capítulo 33

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Compré un ovillo de lana color verde musgo con el fin de completar una bufanda, también agujas de verdad

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Compré un ovillo de lana color verde musgo con el fin de completar una bufanda, también agujas de verdad. Un plan sencillo para practicar. Luego de dedicarle tiempo los puntos me salían con mayor fluidez aunque las manos se me seguían cansando y debía hacer pausas, pero, a pesar de mis intentos, la bufanda nunca quedaba derecha. Sin que me diera cuenta, algunas líneas de puntos se me deformaban arrastrando todo trabajo posterior. Pero no me desanimaba, desarmaba el intento de bufanda y comenzaba de nuevo, con la esperanza de hacerlo un poco mejor cada vez.

Mamá descubrió mi nuevo pasatiempo de una manera poco casual. Golpeó mi puerta y, en lugar de esconder las agujas, decidí seguir, dejarme ver. No fue un acto valeroso, mis manos temblaron y con dificultad pude avanzar con un punto. Era una especie de provocación de mi parte. Pero no una provocación hacia ella, para discutir o pelear, era hacia el mundo en el que vivía. Verme tejer podría resultar en cuestionamientos, lo que me llevaría a revelar mi secreto. No me daba cuenta pero yo mismo comenzaba a buscar una excusa para confesarlo y terminar con la agonía de la mentira.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó sorprendida al abrir la puerta.

—Tejiendo —respondí fingiendo naturalidad.

—No sabía que te interesaba eso.

Levanté la cabeza con el recuerdo fresco del momento en que me había dicho que era de chicas y que provocaría risas en los demás.

—Siempre quise intentarlo —susurré.

Su cara fue de puro asombro. Se acercó un poco a mí repasando con sus ojos mis manos, el intento de bufanda y el ovillo a mi lado.

—Es extraño ver un chico tejiendo —dijo sonriendo.

Creo que me decepcionó un poco su aprobación ya que esperaba que hiciera un comentario parecido al que yo recordaba. Pero a la vez me tranquilizó y compensó parte del enojo que guardaba en mi interior.

—Empecé hace unos días.

Asintió contemplándome con cariño, como hacen las madres cuando ven a sus hijos pequeños haciendo algo tierno e inocente.

—¡Ah! Te llaman por teléfono —anunció de repente—. Una chica pero no dijo quién era.

Extrañado, fui a la sala pensando en la posibilidad de recibir la llamada de alguna compañera de curso y ante esa idea tomé el aparato con desgano, no quería pensar en la carrera, en tener que inscribirme para un nuevo año o en el futuro donde no encajaba. Era verano, era muy temprano para eso.

—Hola —murmuré.

—¿Jero? —la voz de Valentín arrastró mi nombre, con duda respecto a quien le hablaba.

—Sí —respondí con más energía.

—¿Hago mal en llamarte a tu casa?

—No, nunca. —Pensé en mi mamá confundiéndolo con una chica, solo bastaría con una pregunta de ella para desatar el caos con mi respuesta—. Puedes llamarme cuando quieras, a la hora que quieras.

La sombra sobre las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora