Capítulo 18

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Al día siguiente volvimos a encontrarnos bajo el puente, Valentín parecía más cómodo sin gente alrededor

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Al día siguiente volvimos a encontrarnos bajo el puente, Valentín parecía más cómodo sin gente alrededor. Su rostro seguía mejorando, así como su humor. Charlar era más fácil y me dediqué a contarle cosas sobre mi familia entre canción y canción que sonaba en la radio. Él no compartía mucho sobre sí mismo, ni quería hablar de su entorno, lo que dejaba gran parte de la charla en mí.

—Ahora entiendo —comentó después de mi monólogo.

—¿Qué cosa?

—Por qué te asusta que alguien sepa que eres gay. Quieres mucho a tu familia —dijo con cierto anhelo.

Se puso a jugar con el pasto dejándome pensativo con su deducción. La lógica se repetía de manera simple para todos nosotros, en base a un único miedo: dejar de ser queridos por las personas que queríamos.

Después de un rato un perro callejero apareció dando vueltas, mirándonos con temor, vigilando nuestros movimientos. Valentín estiró sus manos mostrando sus palmas.

—Ven perrito —llamó con voz suave.

Repitió el llamado varias veces hasta que el perro accedió al pedido, primero con desconfianza, luego, al confirmar que nadie le hacía daño, movió su cola feliz y se echó para ser acariciado.

—Me gustan los animales —contó Valentín con una sonrisa.

Eso me alegró, era algo que podíamos tener en común. Me acerqué un poco para poder acariciar al perro y darle galletitas.

—Los animales no odian —agregó.

Dicho con su rostro lastimado, la frase sonaba terrible y desoladora.

—¿Te pasó antes? —pregunté preocupado.

—¿Qué cosa?

—Lo que te pasó con el cliente loco.

Miró el perro dudando, apretando los labios como si no quisiera responder.

—Una vez, en la escuela. Fue hace mucho —dijo lo último con sequedad, dando por terminado el tema.

Lamenté mi pregunta que lo ponía en una situación penosa.

—Cuando iba al secundario me molestaban porque me gustaba estudiar, así que dejaba copiar las tareas y trabajos para contentar a los demás y me dejaran en paz.

Levantó la cabeza para dedicarme una expresión graciosa.

—¿Eras el nerd?

—No era nerd —me defendí.

Contuvo la risa y siguió acariciando al perro. Quedé embelesado con su intento por no reír, con la forma en que agachaba la cabeza para disimular que no quería soltar una carcajada por respeto, con sus ojos que se iluminaban al olvidarse por un momento del mundo horrible que nos rodeaba, el mismo olvido que acentuaba la soltura de sus movimientos delicados que sucedían ante el resguardo que nos daba la soledad.

La sombra sobre las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora