El sábado por la mañana esperaba a varios metros del videoclub la llegada de Simón. Los clientes se amontonaban en distintos puntos de la vereda atentos a la apertura, charlando, apartados de la puerta para no parecer tan desesperados aunque algunos me habían localizado y miraban en mi dirección sin entender por qué no me acercaba y abría. A las diez Simón seguía sin llegar y, sin más disimulo, el resto volteó a verme. Pero yo no tenía llave.
Mi compañero apareció a las diez y cinco, sin su scooter, sin saludar a los clientes ni mediar disculpas. Abrió en silencio y las personas entraron detrás de él. Las luces se encendieron y, con la mochila todavía puesta, me apuré en poner el aire acondicionado en funcionamiento. La costumbre me llevó a ocuparme del televisor donde se pasaba el estreno de la semana y de la cartelería. Luego corrí a dejar mis cosas en el armario antes de acomodarme detrás del mostrador. En ese último lugar descubrí que Simón no hacía nada. Estaba sentado en el suelo, dejando su cabeza apenas por debajo del mueble, escondido de los clientes. Su cara estaba pálida y su mirada perdida hacia el frente.
Una persona se acercó con sus películas, lo que evitó que le preguntara qué le pasaba. Atendí a todos los que le siguieron, mirando de reojo a mi compañero, sin decir nada. Cuando la primera ola de clientes ansiosos por tener un estreno para su fin de semana mermó, decidí romper el silencio.
—¿Estás bien?
—Sí, no es nada, ya se me pasa —respondió con sequedad, molesto por mi interés.
Lo que sea que le sucedía estaba lejos de pasarse. Estaba blanco y respiraba con pesadez.
Seguí atendiendo a más clientes y, en cuanto despaché a otro grupo, empecé a ingresar las películas del buzón. Simón intentó pararse pero algo lo detuvo y volvió a sentarse. Parte de mí sabía que debía ignorarlo así como él lo hacía conmigo pero mi conciencia no me dejaba actuar de esa forma.
—¿Necesitas algo? ¿Quieres que vaya a comprarte una bebida?
Negó con la cabeza.
Seguí ingresando películas hasta que escuché sonidos de arcadas a mi lado. Simón vomitaba en el tacho de basura. Los sonidos y mi expresión de asco hicieron que los clientes detuvieran sus búsquedas y observaran con atención el mostrador.
—No pasa nada —dije dirigiéndome a todos.
Nadie me creyó pero nadie discutió, aunque tampoco disimularon no percatarse de lo que ocurría. Regresaron a sus películas con desconfianza y gestos de desagrado.
Después de vomitar, el color regresó al rostro de Simón.
—No le cuentes a nadie —pidió agitado—. Walter me mataría.
—Es mejor que te vayas a casa.
—No, prometí que esto no pasaría de nuevo.
Una persona se acercó al laberinto de cintas con películas en la mano y se me quedó mirando sin entrar en él. Le hice señas y, con mucha duda, hizo el recorrido hasta el mostrador. Al verme atendiendo con normalidad, un par más formaron fila. Cuando quedé liberado, miré con pena el tacho de basura.
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La sombra sobre las flores
General FictionJerónimo descubre de pequeño que vive en un mundo donde hay cosas que no tiene permitido hacer por haber nacido hombre. Aprende rápido que debe disimular y fingir lo que siente para no defraudar a quienes quiere. En su adolescencia confirma que no e...