No salí de mi cuarto hasta la hora de irme al trabajo. Agustina me llevó fruta, preocupada porque no quería comer. Pero no era un acto, mi falta de apetito era real. Junté las cosas que mi hermana había rescatado: la lana, las agujas, la revista, la bufanda, los cuadraditos y otras fotos. Repartí todo entre mi mochila y una bolsa, las fotos estaban todas arrugadas, un par llegaron a ser rotas, pero las guardé de igual manera. Cuando acabé, inspeccioné mi cuarto con la mirada, buscando otra cosa que pudiera ser motivo de odio. No había nada. Ese lugar estaba armado para parecer común y corriente, desde siempre, cada detalle que pudiera delatarme desaparecía bajo mis propias manos. De pronto me sentí ajeno. Mi cuarto de toda la vida nada tenía que ver conmigo. Nada reflejaba lo que me hacía feliz o lo que me ponía triste. Ningún recuerdo se ocultaba en mis pertenencias, ningún significado, ningún momento relevante.
La lana y las fotos arrugadas parecían ser lo primero de valor en mi vida.
Salí al trabajo y Agustina me siguió, como un guardaespaldas, hasta la vereda para despedirme.
—No discutas con mamá sin motivo —pedí.
—Eres muy suave —me acusó ella.
Dudé pero decidí no responder. En realidad no quería que ella se involucrara en mis problemas, viviendo situaciones tensas que no merecía vivir. Pero no creía que ella fuera a entenderme.
Al voltear, miré de reojo la calle pero no encontré la camioneta de Aldo estacionada. Se había marchado a su casa o a un trabajo que lo esperaba en algún otro lugar.
***
Al entrar al videoclub, mi atención se dirigió al mostrador. Valentín observaba mi ingreso, mis pasos, mi postura un poco encorvada y mi expresión seria. Mi alma buscó refugio en él y él se percató de mi necesidad de su cariño. Sonreí y fui hasta el mostrador.
—Hola.
Seguía sin gustarle que le hablara con tanta confianza en los cambios de turno pero ese día optó por ignorar sus propias reglas.
—¿Qué llevas en esa bolsa? —preguntó con curiosidad, inclinándose sobre el mueble, sin importarle nuestra cercanía.
Sabía que Simón nos veía pero no podía pensar en él ni en los clientes.
—Lana —respondí con simpleza, en otro momento le contaría lo ocurrido.
Levantó los ojos y apoyó su cabeza en una de sus manos, regalándome un gesto coqueto.
—Voy a poder ver cómo tejes —dijo en voz baja.
Su deseo me llenó de ánimo y mi sonrisa se volvió más amplia y más real. Detrás mío un cliente formó fila, así que me aparté murmurando una disculpa y me dirigí al cuartito.
Simón estaba de brazos cruzados mirando, a propósito, hacia otro lado.
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La sombra sobre las flores
General FictionJerónimo descubre de pequeño que vive en un mundo donde hay cosas que no tiene permitido hacer por haber nacido hombre. Aprende rápido que debe disimular y fingir lo que siente para no defraudar a quienes quiere. En su adolescencia confirma que no e...