Cuando volví a compartir el turno con Valentín, nos tocó un día de lluvia. A diferencia de cualquier otro día de semana, en los de lluvia casi nadie entraba al local y poco era lo que podíamos hacer. Los ventanales no podían limpiarse, la vereda no podía barrerse, la alfombra no podía tocarse. En la entrada poníamos pedazos de cartón para que estos absorbieran la humedad del calzado de las personas, se veía horrible y no solucionaba el problema pero reducía la suciedad. Aunque los despistados no se percataban de que tenían un paragüero disponible y cargaban con sus paraguas mojados por todos los pasillos. Y de a poco, los clientes pasados por agua, creaban manchas oscuras en la alfombra que no se secarían mientras el videoclub estuviera abierto. La lluvia tampoco nos dejaba salir a la calle para nuestros descansos o ir a la estación de servicio a comprar bebidas o comida. Toda esa combinación de inconvenientes alargaba el turno porque solo nos quedaba estar detrás del mostrador sin hacer mucho más que atender.
Y tampoco atendíamos una gran cantidad de clientes con ese clima. Nadie creía que una película valiera la pena como para salir a empaparse, incluso las devoluciones se retrasaban, los cliente preferían la comodidad de pagar el recargo. Sin duda, se confirmaba que la gente iba al Blockbuster a modo de paseo o a matar el tiempo. Nuestra única compañía eran los pocos que entraban para refugiarse del agua, demorándose más de lo habitual en elegir una película, dando vueltas impacientes esperando que la lluvia amainara.
Ese escenario nos dejaba a Valentín y a mí detrás del mostrador sin tener nada que hacer, contemplando con pena la alfombra y la suciedad que acumulaba. La jornada comenzó con el silencio que nos caracterizaba, el cual era más marcado de lo habitual gracias al ruido de la lluvia que apagaba los demás sonidos. En el local solo se oía el audio del estreno de la semana, los truenos y el agua cayendo sobre la calle. Y en ese silencio quería hablarle pero no sabía cómo hacerlo sin parecer tan obvio. Era consciente de que él podría pensar que era un cobarde y rechazarme; si lo hacía, tenía toda la razón del mundo en despreciarme. Aun así, sentía un impulso y cada tanto mis ojos se desviaban en su dirección. En un espacio tan pequeño era complicado disimular y él había demostrado ser muy atento, pero no podía evitarlo, incluso con el riesgo de forzar su paciencia, lo miraba de reojo. Miraba buscando qué decir, buscando corroborar si él me prestaba atención o no, buscando algo que me diera pie para intentar tener una conversación. Pero Valentín era complicado, se distraía con sus manos, tarareaba bajito y mi existencia le daba igual.
En un momento la lluvia aumentó en intensidad y se quedó contemplado con seriedad la calle.
—¿Te gusta la lluvia? —pregunté finalmente.
—No, no me gusta.
—Ah —murmuré desanimado.
Mi esperanza murió en ese instante, me hice pequeño y decidí no volver a hablar nunca más. Valentín siguió observando la calle y, luego de un rato muy largo, tomó aire.
—No me gusta porque todo se ensucia y te obliga a estar encerrado.
Levanté la cabeza confundido y sorprendido. Él volvía a mirarse las manos, con calma y atención, repasando cada detalle del dorso de una de ellas.
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La sombra sobre las flores
General FictionJerónimo descubre de pequeño que vive en un mundo donde hay cosas que no tiene permitido hacer por haber nacido hombre. Aprende rápido que debe disimular y fingir lo que siente para no defraudar a quienes quiere. En su adolescencia confirma que no e...