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—¡Oh, señor Wolf, sííí! —gritó Margot llevada por el placer.

Lo sé, esto no pinta bien, pero la verdad fue mucho antes de que ellos aparecieran en mi vida.

Entonces, lo único que me importaba era mi trabajo y el dinero, mostrar un estatus socio-económico superior, que me vieran con admiración y el merecido respeto por ser yo: Tobías Wolf, reconocido arquitecto, casi socio en Murano, la segunda mejor constructora del país y con mi nombramiento me aseguraría de convertirla en la primera.

Supongo que me estoy yendo por las ramas.

Estaba en mi oficina, mejor dicho, en el baño dentro de esta; con mi secretaria Margot sentada sobre la encimera del lavabo, su espalda recostada al gran espejo donde podía verme a mí mismo embestirla sin piedad. Sus largas y sexis piernas reposaban en mis hombros, listas para ser mordidas y besadas a mi entero antojo.

Margot, mi fiel secretaria, otra de mis conquistas. Solía disfrutar con ella, ambos estábamos allí para bajarnos la calentura sin importar el lugar y lo mejor era: sin sentimientos o compromiso de por medio. El amor es para pobres diablos, ella lo tenía igual de claro que yo y por eso su compañía era exquisita.

—¡Señor Wolf!

—Margot…

Los gemidos y gruñidos inundaron el baño entero y deleitaron mis oídos casi al mismo nivel que en su momento lo hiciera la quinta sinfonía de Beethoven. Un fantástico orgasmo hizo estallar nuestros cuerpos, pero debo admitir que al día de hoy, nadie ha conseguido hacerme experimentar uno al nivel de la novena, eso sí es una obra maestra, legado asombroso de la humanidad y sería todo un logro para quien lo consiguiera.

En fin, permanecimos un rato reposando en la encimera, sin despegarnos, mientras recuperábamos el ritmo normal de nuestras respiraciones, compartimos alguno que otro esporádico beso y cuando alcanzamos la calma hicimos lo que siempre, asearnos, arreglarnos y regresar a nuestro papel de jefe-empleada como si nunca hubiese pasado nada.

Salimos del baño, ella se dirigió a la puerta y yo desvié la mirada hacia el imponente panorama de la ciudad que solía apreciarse desde el inmenso ventanal. Me sentía en la cima del mundo, aunque no me encontraba en uno de esos rascacielos que divisaba. Sin embargo, mi paz no duró mucho y me tocó contar mentalmente hasta diez y respirar profundo para llenarme de paciencia al escuchar el rechinante carrito de mensajería.

—Ahí viene… —murmuré en bajo y resoplé cansino.

Tomé asiento para fingir que estaba demasiado ocupado, quizás así me quitaría de encima a ese insufrible pasante.

Un joven insoportable, oriundo de alguna isla en el Caribe, jamás presté atención a cuál porque el chico era capaz de hablar hasta con mordaza y no, tampoco es que lo hubiese hecho alguna vez, pero es que era como una ametralladora, disparaba palabra tras palabra y lo peor era cuando lo mezclaba con esas canciones latinas que solía escuchar con sus auriculares a todo volumen.

Música que no me molestaría en lo absoluto de no ser por la manera en que ese chico berreaba por los pasillos como si los oficinistas fuesen su público, bailaba con su carrito y hacía cada ridículo increíble, la verdad estaba sorprendido de que no lo hubiesen despedido aún.

Watanegui consup, Iupipati Iupipati. Wuli Wani Wanaga

Conseguí escuchar con mayor claridad su “cantar” y arrugué el rostro, sabía que yo sería el siguiente en su lista…

—Si tú quieres bailar, Sopa de caracol. ¡Eh!

“Cantó” en alto frente a mi puerta y como era su costumbre, empujó el carrito con la cadera hacia un lado antes de entrar.

No te esperaba || ¡YA EN FÍSICO! Donde viven las historias. Descúbrelo ahora