XVII

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El día se fue volando entre el trabajo y un vaivén de recuerdos, escuché en la empresa acerca de la suspensión de Ricky por motivos médicos, la causa aún me rondaba la mente como una sombra que por momentos intentaba tomar forma y color, pero de nuevo se tornaba difusa, dejando en su lugar un inexorable sentimiento de culpa acompañado de un pesaroso suspiro.

La noche llegó y estuve imposibilitado para conciliar el sueño. Primero, me costó dormir al bebé quien no paraba de llamarme “papi” reiteradas veces, lo que me obligó a seguir jugando a los luchadores, ese pequeño subía al cabezal de la cama para saltar sobre mí, muerto de risa y aunque oírlo me llenaba de felicidad, podía escuchar el colchón, almohada y sábanas susurrarme al oído las cuantiosas ganas que tenían de poseerme.

Sin embargo, de todo eso ya había pasado tiempo y me encontraba acostado, restregándome los ojos luego de una pesadilla porque ese era el segundo problema, mi subconsciente había decidido declararme la guerra.

No supe qué hora de la madrugada era cuando al fin caí en un profundo letargo hasta ser asaltado por la nimia luz del día, pero era tal mi somnolencia que me rehusé a abrir los ojos; mis párpados pesaban cientos de toneladas y permanecieron cerrados cuando me pareció escuchar el molto vivace – presto, segundo movimiento en la novena de Beethoven «¿quién puso la música?», me pregunté, pero ni así decidí averiguarlo.

Seguí rendido, incluso al percibir una extraña sensación que despacio me recorría el torso, habían transcurrido cerca de tres minutos, lo supe por el breve silencio armónico seguido de una melodía creciente cuya emoción producida suelo sentir desde el vientre mientras se apodera del resto de mi piel.

Tragué hondo cuando la sensación llegó hasta el cuello, los tres minutos y medio se hicieron notar con fuerza, la percusión también resonó en mi pecho y con mayor premura quise abandonar la penumbra en el instante que alcanzó mi boca. Lo que quiera que fuese permaneció allí, a escasos milímetros de mí, un cálido aliento me impactaba el rostro.

El peso y calor de alguien más se posó sobre mi vientre, llegado a los seis minutos e intenté sin éxito retorcerme, estaba inmovilizado, sentí miedo, también suma vulnerabilidad, quería liberarme de aquel hechizo musical que se apoderaba de mí, cuando de repente, cerca de treinta segundos después, el cálido aliento fue reemplazado por un suave mimo sobre mis labios y comenzó a reclamar posesión de cada recoveco en mi boca.

Me dejé llevar, le permití seguir, sentí el pecho a punto de explotar. A los ocho minutos de aquel hechizo, noté un cosquilleo en mis brazos y veinte segundos más tarde, en lugar de detenerle, fui capaz de utilizarlos para envolver su cuerpo, tenía una piel suave, pero ardía al tacto. El calor de la excitante sensación me sedujo ni hablar de esa familiar pericia con que devoraba mis labios.

Una mano suya se apropió de la mía y lentamente la arrastró a otro lugar de su cuerpo, el cosquilleo percibido en mi palma enviaba corriente al resto de mi piel hasta detectar una especie de aro metálico, entonces la música se detuvo y abrí los ojos de la impresión en el momento que escuché un coqueto susurro:

—¿Verdad que se te antoja, Tobi?

Me incorporé en el acto, el trepidar de mi cuerpo era casi violento, pero no se debía al frío, pese a que el invierno aún hacía estragos; aquella madrugada sentí un terrible calor, sudaba como en una maratón y de igual modo, mi corazón golpeaba dentro del pecho cual si fuese un martillo hidráulico contra concreto vaciado, debí abrir la boca para respirar porque los pulmones funcionaban de una manera errática.

—¿Qué diablos fue eso? —me pregunté en tono bajo, entre jadeos.

Estaba confundido y asustado, posé la vista en esa muy sensible parte de mi anatomía que tenía el descaro de clamar atención y achiné los ojos para dirigirme a él.

No te esperaba || ¡YA EN FÍSICO! Donde viven las historias. Descúbrelo ahora