35: Verdad

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Una risa suave y traviesa inundaba sus oídos, mientras que el calorcillo natural que se daba en medio de ambos cuerpos cuando estaban en pleno auge, invadía cada centímetro de su piel, deslizándose perezoso transformado en gotas de sudor que se daban la labor de rodar divertidas por los cuerpos de ambos hombres.

Disfrutaban la fantasiosa habilidad que poseía cada uno de empujar un poco más lejos del borde al otro, llevándolos a la inestabilidad cruda y sincera del placer.

Sus cuerpos se rozaban con movimientos tan sutiles y provocadores que ocasionaban sonidos pocos decorosos, pero que a ambos compañeros muy poco le importaban.

Los ojos oscuros pero brillantes de uno, se conectaban con los azulados del otro, entreviendo como el placer eclipsa sus pupilas y debilita sus cuerpos. Sus labios ya pegajosos y secos, son unidos con facilidad, el ósculo es tan disfrutable y complaciente como siempre, tan hermoso y tan fulminante, que cuando se unen, pareciera que todo su cuerpo estuviera sufriendo el arrebato de sus labios.

El calor baja sin previo aviso y se concentra en sus abdómenes, bajando poco a poco y dejando una marca caliente con cada paso.

Un gemidillo provocador se escapa de la boca ajena, la cual se despega de los labios audaces del otro, pero conserva el cosquilleo fenomenal que había estado experimentando.

No lo resiste, sus dedos se enrollan en el cabello ajeno, empujando con suavidad su cabeza hasta tener aquel hermoso rostro oculto en el hueco de su cuello. Sus brazos largos se enroscaron en la espalda ajena, enterrando los dedos en su piel cuando siente un latigazo de placer que lo derriba hacía el ansioso deseo morder el cuerpo ajeno, dejando sus marcas en él.

No sabe en qué momento el pelinegro se ha apoderado con efusividad de su boca, solo sabe que por gusto, abrió más su cavidad, sintiendo como sus lenguas húmedas se revuelcan entre sí, buscando un nuevo límite para el placer que está experimentando.

Cuando lo consigue, se permite reír de puro gozo, y rendirse en los brazos ajenos, que aún lo aprietan, alargando la estadía de sus cuerpos juntos.

Se siente cálido, por fuera y por dentro, no reclama por la sensación húmeda en su interior, sabe lo que paso, por eso no dice nada, no le disgusta, aunque esa sea una sensación peculiar.

Su compañero lo deja recostado a la cama, parece que no quiere molestarlo con su peso más que superior al ajeno, pero se lanza a su lado mientras se recupera el acto recientemente efectuado.

Ambos se miran, sin esperar unos segundos siquiera, se besan y saborean el cansancio en la respiración de su acompañante.

Se abrazan, sin siquiera buscar ropa, ambos se abrazan sin queja alguna por el calor ajeno y su pegajoso sudor, el pelinegro los arropa, se pueden quedar dormidos sin mucho esfuerzo, últimamente estaba siendo de ese modo.

Deidara e Itachi se habían centrado en disfrutar cada momento y pequeño roce que se diese entre ellos desde que el rubio le había dado la noticia de que saldría muy pronto en libertad, por ello nunca se desaprovechaba un momento, sin importar que los demás lo vieran o no.

El rubio se hallaba muy pronto entre sueños, esos que variaban, y en los que veía un futuro que nunca podría ver hecho realidad; a él en los brazos ajenos, mientras tomaban unas cervezas, en un bar cualquiera, sonriéndose, siendo libres y probando las cosas nuevas que Itachi desconocía.

Era una fantasía recurrente, una que no contaba y que en innumerables veces le ha lastimado.

Itachi no se durmió, en cambio se dio la tranquila labor de acariciarle los cabellos con delicadeza mientras veía como sus mechones dorados se deslizaban entre sus dedos.

Inocencia criminalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora