—El último ha llegado— Aseguró una de aquellas criaturas con una voz horrorosa, entre infantil y anciana, rasposa como si le doliera hablar. Adalid Baure se encontraba indefenso contra un grupo de noctus que lo rodeaba.
Los duendecillos se lanzaron contra él, en su intento de escapar, comenzó a esquivarlos pese al dolor que sentía en el abdomen, su pulcro aspecto acababa de ser manchado por la negra sangre de los noctus, por su sangre y por la tierra. Herido como estaba, sus movimientos ya no mantenían ese aire elegante y soberbio que lo caracterizaba. Los noctus se lanzaban como si desearan devorarlo pero por irónico que fuera, no lo dañaban físicamente. Cada instante, a cada paso era como si le hubieran absorbido la vida entera y ante su debilidad, la espada se mantuvo fuera de la vaina para fines de defensa. Aquel lugar le imposibilitó un rápido escape debido al colosal tamaño de los árboles que ahí crecían, raíces semejantes a una red irregular que cubría el suelo del bosque, volviendo el terreno una serie de obstáculos repentinos con el que si no se era cuidadoso, terminaría por tropezar.
Pese a que los árboles ya carecían de hojas había una gran cantidad de sombras en el terreno, proyectadas por las ramas, por lo tanto le fue imposible orientarse de manera correcta. Terminó golpeándose en numerosas ocasiones, cayó por los constantes tropiezos y recibió pequeñas heridas que sanaron casi de manera instantánea.
¿Qué pasó? Los noctus eran una horrible derivación de los opúlidos, especie a la que pertenecían los duendecillos, gnomos, axules y todos esos seres que tenían conexión natural con la tierra, aquellos a los que algunos descerebrados denominaban "enanos". También se trataba de los únicos opúlidos que poseen afinidad por la magia negra, aunque más que afinidad era una necesidad para alimentarse de ésta como si la quisieran extirpar del cuerpo.
Pero él no poseía magia negra ni la utilizaba, supuestamente dichos seres nunca atacaban ni tomaban en cuenta a los que no fueran en contra de los designios sagrados de Tonath, dios del sol, entonces no tenía sentido que se viera afectado por las habilidades de aquellas cosas a menos que... a menos que muy dentro de él se escondieran las cenizas de la magia negra que debe ser extraída antes de convertirse en veneno.
Fue recuperar los sentidos y sentir el peso de un cuerpo sobre el suyo, aún sentía la sangre sobre su cara, la herida abierta no detenía su sangrado aunque éste ya era muy leve. Su espalda era lo que probablemente más le dolía, el dolor o la fiebre la habían dejado inconsciente, su pecho subía y bajaba buscando algo de oxígeno pero con esa carga sobre ella le era difícil conseguirlo. Algo le dolía, le dolía respirar, moverse, un dolor al que no estaba acostumbrada a pesar de haberlo experimentado antes. Sentía pesadez, frío, miedo, dolor. Tuvo el valor de abrir los ojos para encontrarse con un montón de seres con piel oscura, ojos perdidos como aquellos que había visto en los adictos, salivando un desagradable líquido sobre el piso, clavándole las uñas y mostrando amarillentos y desgastados colmillos. Una vista que sólo había encontrado en cuentos y libros de mitología, noctus, aquellos sirvientes exiliados que buscaban recuperar su estatus "purgando" la tierra de lo que esa deidad consideraba repugnante.
¡Estaba en peligro! No había leído nunca información científica de aquellas criaturas pero tampoco es como si ellos fueran inofensivos para ella, la mejor prueba radicó en el repentino dolor en su pecho como si su corazón se hubiera detenido, si los últimos meses habían sido difíciles por su herida en la garganta ese día llegó a su límite. Como si le clavaran todo tipo de armas en el estómago, como si intentaran ahogarla tapando su nariz y boca, su propia sangre le jugaba malas pasadas regresando por su lastimada garganta. Cosa peligrosa por tratarse de una posición en la que se ahogaría debido al carmesí líquido.
Garras, profundas y maliciosas como las de una experimentada bestia que se insertaba en su interior, en un lugar que se sentía vacío. En algún punto entre su corazón y sus pulmones, ese vacío se extendía hasta un delicado punto en el que ese vacío se condensaba, apenas esas sombrías extremidades tocaron aquella frágil estructura algo se removió, sacudiendo todo su sistema nervioso. Las manos del sumeri alrededor cuello intentando quitarle la vida, las cadenas de Adalid, su espada, esa misma que tantas veces había probado su sangre, las balas que aquellos soldados habían disparado para matarla, aquel caballo negro que intentó aplastarla cuando era niña. Ninguna de esas cosas daba tanto miedo como una borrosa imagen de un hombre golpeándola con una vara, del fresco recuerdo del la tortura paterna para obligarla a irse, esa bodega de vinos donde comprendió cuán odiada era.
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La sombra de las aves. El fénix
FantasyHa llegado el inicio del final, las bestias dormidas empiezan a despertar. La princesa necesita protección para levantar la corona y sentarse en el trono. Todo parecía tranquilo sin embargo desde hace mucho tiempo no lo es, las acciones egoístas de...