Capítulo 26

41 5 0
                                    

Cuatro meses pasaron desde que Julieta se fue a Montevideo a buscar algún rastro de su hijo Santiago, yo tuve que conformarme con un beso de despedida, mientras ella vaciaba la ciudad de su presencia. 

Lo justo sería soltarla. Amar también es soltar a alguien que decide irse. Ella no se fue porque quiso, pero nunca sabré si lo que pasó fue la excusa perfecta, la que ella necesitaba para alejarse de mí, del tipo que la ayudó a esconder un cadáver sin importarle nada, pero la gente tiene prioridades, y Santi estaba por delante de mí. 

Es lo normal, la gente ama por niveles, cuando tienes un hijo, un pedazo de ti, hasta el amor por una madre pasa a segundo plano, al final del día yo ni siquiera soy su familia. Lo mejor sería dejarla ir y continuar con mi vida. Yo necesitaba un viaje, así que pedí por adelantado mis vacaciones en la oficina y fui a parar a Los Roques, un archipiélago en el Mar Caribe. No quería ni siquiera pensar en todo lo que sucedió hace unos meses, fue demasiado, me sentía saturado, aquí tenía todo lo necesario para desconectarme de esa película que no dejaba de reproducirse en mi cabeza. Una cama grande, un balcón con vista a la playa, una hamaca y un libro de literatura clásica. 

El viaje fue agotador, logré conciliar el sueño de inmediato. Al día siguiente me di una caminata por la orilla de la playa y me senté a leer. Metí los pies en la arena. Hay olores, colores o lugares que activan recuerdos que estuvieron casi perdidos, meter los pies en la arena hasta tocar la base de mi tobillo, fue como encender una pantalla donde podía verme de niño un día de vacaciones en la playa con mi familia, y acto seguido la cara de Julieta sonriendo como casi siempre, pero ella ya no estaba y mi estabilidad emocional pendía de un hilo, masoquista de toda la vida, pero sin ánimos de dejar de disfrutar el azul del mar y el calor del sol. 

Al caer la tarde, de regreso al hotel y con tanto remolino en mi cabeza, no podía dejar de pensar en que era lo más justo para mí y para el desastre psicológico que me rodeaba, ¿debía buscar a Julieta?, este era uno de esos amores inconclusos que te dejan con la sensación de que pudo ser todo mejor, pero al mismo tiempo con la impotencia de no saber qué hacer al respecto. Todo lo que sucedió se me caía encima, estar en la ciudad donde pasamos tanto me destrozaba por dentro, tener que pasar cerca de su casa para ir al trabajo era torturador, recordarla tomando mi mano, riendo a carcajadas y haciendo su mejor esfuerzo para convencerme de ir a subirnos a los botes de una laguna que estaba en el medio del parque, era un lugar muy bonito, con palmeras y árboles frondosos, aire ligero y una calma increíble, justo lo que ella merecía, paz y una distracción para sus demonios, era nuestro lugar, el escape perfecto para Julieta y un paraíso donde me gustaba estar sólo si ella estaba cerca. 

Visité muchas veces ese sitio y era tan insípido que me daba igual si llovía o hacía sol, pero después de su partida a Montevideo cada vez que merodeaba por ahí, el parque me aplastaba y la laguna me ahogaba. No hay peor ciego que el que no quiere ver y ya estaba decidido, después de haber analizado todo a detalle, si este amor -inconcluso- del que hablo se termina apagando, que no sea por yo no haber intentado todo, así que decidí hacer la próxima parada de mis vacaciones en Montevideo. 

Después de cuatro días llegué a una ciudad totalmente desconocida para mí, pero cuando las ganas de encontrar a alguien o alguna cosa te invaden, no descansas hasta haberlo encontrado. Me paso muchas veces, tenía la sensación de seguridad, sabía lo que buscaba y sentía que estaba cerca. Terminé perdido en un barrio llamado Ciudad Vieja, recorrí cada pedazo de la zona preguntando si de casualidad algún ser conocía a Julieta y no tuve suerte, así pasaron tres días, yo con mis ganas de encontrarla y la ciudad tal vez, alejándome de ella. El último día de estadía en Montevideo, pasé a comprar algunas galletas para mi retorno y en el pasillo seis del supermercado de la calle treinta y tres, Dios se apiadó de mí. Una falda vinotinto y una blusa blanca la vestían, su cabello inconfundible, sus labios de rosa y su mirada fija en las ofertas de chía y garbanzo en el estante. Era ella. Julieta, la del parque, la chica de los girasoles y la risa escandalosa. Después de estar a menos de diez metros de su presencia, dudaba de si realmente estaría bien acercarme, pero si no lo hacía, no estaría intentando todo, estaba tirando el amor por la ventana.

DESNUDO (En proceso)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora